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El Rincón del Diablo

SADE

(Del libro de George Bataille: "La Literatura y el Mal")

 

En medio de toda esa ruidosa epopeya imperial se ve flamear esa cabeza aterradora, ese pecho enorme surcado de relámpagos, el hombre-falo, perfil augusto y cínico, gesto de titán terrible y sublime; en esas páginas malditas se siente circular como un escalofrío de infinito, se siente vibrar sobre esos labios quemados, coma un soplo de ideal tormentoso. Aproximaos y oiréis palpitar en esa carroña cenagosa y sangrante arterias del alma universal, venas hinchadas de sangre divina. Esta cloaca está amasada con azul de cielo; hay en esas letrinas algo de Dios. Cerrad los oídos al choque de las bayonetas, al gañido de los cañones; apartad la vista de esa marea oscilante de batallas perdidas o ganadas; entonces veréis destacarse de esa sombra un fantasma inmenso, deslumbrante, inexpresable; veréis pender por encima de toda una época sembrada de astros el rastro enorme y siniestro del marqués de Sade.
Swinburne

¿Por qué los tiempos revolucionarios habrían de dar esplendor a las artes y a las letras? EL desencadenamiento de la violencia armada va mal con la preocupación por enriquecer un dominio cuyo gozo solamente lo asegura la paz. Los periódicos se encargan entonces de dar un rostro al destino del hombre: la misma ciudad, no los héroes de las tragedias y de las novelas, es la que proporciona entonces al espíritu ese temblor que ordinariamente nos proporcionan los personajes imaginarios. La visión inmediata de la vida resulta pobre si se compara con la que elaboran la reflexión y el arte de la historia. Pero aunque ocurre lo mismo con el amor, que encuentra su verdad inteligible en la memoria (hasta el punto de que la mayor parte de los amores de los héroes míticos tienen para nosotros más verdad que los nuestros propios) ¿seríamos acaso capaces de decir que los momentos de pasión encendida, incluso cuando la poca vigilia de nuestra conciencia nos los vela, no nos absorben por completo? Del mismo modo, el tiempo de la revuelta es en principio desfavorable a la eclosión de las letras. A primera vista, la Revolución marca en la literatura francesa una época pobre. Se propone una importante excepción, pero afecta a un desconocido (que tuvo en vida una cierta fama, pero mala fama). Por lo demás, el caso excepcional de Sade no contradice una opinión que más bien confirmaría él mismo.

Hay que decir en primer lugar que el reconocimiento del genio, del valor significativo y de la belleza literaria de las obras de Sade es reciente: los escritos de Jean Paulhan, Pierre Klossowski y Maurice Blanchot, le han consagrado: es cierto que hasta ese momento no se había hecho una manifestación clara, sin insistencia, que se desprendiera por sí misma, de una opinión ya bastante extendida -- suscitada por algunos homenajes clamorosos-- y que se ha impuesto lenta pero seguramente.

 

Sade y la Toma de La Bastilla

Lo que hay que decir en segundo lugar es que la vida y la obra de Sade van ligadas a los acontecimientos, pero de forma extraña. El sentido de la revolución no está dado en las obras de Sade; en ninguna medida son reductibles sus ideas a la revolución. Si se unen a ella es más bien como los elementos inconexos en un rostro como la ruina al peñasco o la noche al silencio. Los rasgos de ese rostro siguen siendo confusos pero ya ha llegado el momento de aislarlos.

Pocos acontecimientos adquirieron más valor simbólico que la toma de la Bastilla. El día de la fiesta que la conmemora hay muchos franceses que, al contemplar en la noche avanzar las antorchas del desfile, sienten qué es lo que les une a la soberanía de su país. Esta soberanía popular, toda tumulto y revuelta, es irresistible como un grito. No existe signo más significativo de la fiesta que la demolición insurreccional de una prisión: la fiesta -- que no es, si no es soberana --, es el desenfreno por esencia, de donde procede la soberanía inflexible. Pero sin un elemento de azar, sin capricho, el acontecimiento no tendría el mismo alcance (por eso es símbolo y por eso precisamente se diferencia de las fórmulas abstractas).

Se ha dicho que la toma de la Bastilla no tenía en realidad el sentido que se le atribuye. Es posible. El 14 de julio de 1789 sólo había en esa prisión prisioneros de poco interés. El acontecimiento no habría sido a fin de cuentas, más que un malentendido. Según la opinión de Sade: ¡Un malentendido que él mismo habría originado! Pero nosotros podemos decirnos que el malentendido da a la historia ese elemento ciego sin el cual la historia sería la simple respuesta a las exigencias de la necesidad (como en la fábrica). Añadamos que el capricho no introduce sólo en el cariz del 14 de julio el mentís parcial del interés, sino además de un interés adventicio.

En los momentos en que se decidía, aunque oscuramente, en el espíritu del pueblo, un acontecimiento que iba a sacudir (e incluso en cierto modo a liberar) al mundo, uno de los desgraciados a los que encerraban los muros de la Bastilla era el autor de Justine (ese libro del que afirma la introducción de Jean Paulhan que planteaba una cuestión tan grave que no bastaba un siglo entero para responder a ella). Llevaba en aquel momento diez años encarcelado; en la Bastilla se hallaba desde 1784: uno de los hombres más rebelde y más iracundo que jamás hayan hablado de rebelión y de rabia; un hombre, en una palabra, monstruoso, al que poseía la pasión de una libertad imposible. El manuscrito de Justine se hallaba todavía en la Bastilla en 14 de julio pero abandonado en un calabozo vacío (junto con el de Ciento veinte días de Sodoma). Sabemos que Sade, la víspera de la revuelta, arengó a la multitud: empuñó, al parecer, a guisa de altavoz, un tubo que servia para el desagüe, gritando, entre otras provocaciones que se "degollaba a los prisioneros". Este gesto responde perfectamente al carácter provocador que manifiesta toda su vida y toda su obra. Pero este hombre que por haber sido el desenfreno, el desencadenamiento en persona, llevaba diez años encadenado, y que desde hacía diez años esperaba el momento de la liberación, no fue liberado por el "desencadenamiento" de la rebelión. Es corriente que un sueño deje, en la angustia, entrever una posibilidad, que luego arrebata en el último instante: como si sólo la respuesta confusa fuese lo bastante caprichosa como para colmar el deseo exasperado. La exasperación del prisionero retardó nueve meses su liberación: el gobierno exigió el traslado de un personaje cuyo humor coincidía tan bien con el momento. Cuando la cerradura cedió y la sublevación liberadora invadió los corredores, el calabozo de Sade estaba vacío y el desorden del momento tuvo esta consecuencia: los manuscritos del marqués, dispersos, se perdieron; desapareció el manuscrito de los Ciento veinte días... (libro que en un sentido domina a todos los libros, al ser la verdad del desencadenamiento en que el hombre, en el fondo, consiste, aunque se vea obligado a contenerlo y a callar); la revuelta de la Bastilla, en vez de liberar a su autor, extravió el manuscrito de ese libro que significa por sí solo -- o por lo menos fue el primero en significarlo --, el horror de la libertad. El 14 de julio fue verdaderamente liberado pero al modo oculto como se libera un sueño. Más tarde se recuperó el manuscrito (ha sido publicado en nuestros días) pero el marqués permaneció sin él toda su vida: lo creyó perdido para siempre y esto le abrumó: era "el mayor mal, escribe, que el cielo podía reservarle", murió ignorando que lo que él imaginaba perdido iba a ocupar más tarde un lugar entre los "monumentos imperecederos del pasado".

 

La Voluntad de Destrucción de Símismo

Vemos que un autor y un libro no son forzosamente los felices resultados de un tiempo de calma. Todo va unido, en el caso presente, a la violencia de una revolución. Y la figura del marqués de Sade, sólo de un modo lejano pertenece a la historia de las letras. Pero a nadie le está permitido querer y esperar con claridad lo que Sade oscuramente exigió y llegó a obtener. La esencia de sus obras es destruir: no sólo los objetos, las víctimas que entran en escena (que sólo están allí para responder a la rabia de negar), sino también al autor y a su misma obra. Puede ser que en definitiva la fatalidad, al querer que Sade escribiera y fuese despojado de su obra, tenga la misma verdad que su obra: que transmite la mala nueva de un entendimiento de los vivos con lo que les mata, del Bien con el Mal y, cabria añadir: del grito más fuerte con el silencio. No podemos saber a qué móvil obedecía un hombre tan cambiante como él, en el momento de dar en un testamento las instrucciones referentes a su tumba que deseaba se hiciera en su tierra, en un lugar apartado. Pero estas frases sin apelación, fuera cual fuera esa azarosa razón, dominan y terminan su vida:

La fosa, una vez recubierta, será sembrada, para que después, al encontrarse el terreno de la citada fosa guarnecido de nuevo y el bosque cubierto como lo estaba antes, las huellas de mi tumba desaparezcan de encima de la superficie de la tierra, como me satisface que mi memoria desaparezca de la memoria de los hombres.

La distancia entre las "lágrimas de sangre", vertidas por los Ciento veinte días y esta exigencia de nada, es la misma que media entre la flecha y su diana. Más adelante demostraré que el sentido de esa obra infinitamente profunda está en el deseo que el autor tuvo de desaparecer (de resolverse sin dejar huella humana): porque ninguna otra cosa estaba a su medida.

 

El Pensamiento de Sade

Entendámonos; nada sería más inútil que tomar a Sade al pie de la letra, en serio. Sea cual sea el aspecto bajo el cual se le aborde, siempre se nos habrá escabullido. De las diferentes filosofías que presta a sus personajes no podemos quedarnos con ninguna. Los análisis de Klossowski lo demuestran perfectamente. A través de sus criaturas novelescas, unas veces, desarrolla una teología de El Ser supremo en maldad, otras, es ateo; pero no ateo a sangre fría: su ateísmo desafía a Dios y goza con el sacrilegio. Sustituye por lo general a Dios por la Naturaleza en el estado de movimiento perpetuo pero tan pronto es su fiel creyente como su execrador: "Su mano bárbara -- dice el alquimista Almari-- sólo sabe modelar el mal: el mal le divierte por tanto: ¡y yo he de amar a una madre semejante! No: la imitaré: pero detestándola: la copiaré, ya que ella lo quiere, pero será precisamente detestándola --. La clave de estas contradicciones es sin duda una frase que nos da directamente su pensamiento (de una carta del 26 de enero de 1782, fechada "en el gallinero (el torreón) de Vincennes" y firmada Des Aulnets -- como si el sello de su verdadero nombre fuera incompatible con una afirmación moral: "¡Oh, hombre! -- describe - a ti te toca pronunciarte sobre lo que está bien y lo que está mal... Tú quieres analizar las leyes de la naturaleza, y tu corazón... tu corazón en el que la ley está grabada es a su vez un enigma al que tú no puedes dar solución --. En realidad no podía haber reposo para él, y muy pocos eran los pensamientos que hubiera mantenido con firmeza. Es indudable que fue materialista pero esto no podía zanjar su cuestión: la del Mal al que amaba y el Bien al que condenaba. Sade, en efecto, que amó al Mal (toda su obra intentaba hacer deseable el Mal), al no poder condenarlo, tampoco podía justificarlo: los filósofos corrompidos que él pinta lo intentan cada uno a su manera, pero no encuentran ni pueden encontrar principio alguno que elimine la naturaleza maldita de aquellas acciones cuyas ventajas alaban. El elemento maldito es, efectivamente, lo que buscan en esas acciones. Y la amarga exclamación de Almami prueba que no supo dar a su pensamiento otro curso que el de la incertidumbre y la turbación. El único punto de que se está seguro es que no hay nada que justifique el castigo, al menos el castigo humano: "la ley, dices, fría por naturaleza, no podría ser accesible a las pasiones que pueden legitimar la cruel acción del asesino". En este aspecto, que se halla cargado de sentido, no varió nunca: "Tú quieres --decía ya en 1782, en la carta del 29 de enero-- que el universo entero sea virtuoso y no presientes que todo perecería al instante si sólo hubiera virtudes sobre la tierra... no quieres comprender que, ya que es preciso que existan vicios, es tan injusto que tú los castigues como lo sería que te burlaras de un tuerto... ". Y más abajo:... goza, amigo mío, goza y no juzgues... goza, te digo, deja a la naturaleza el cuidado de moverte a su antojo y a lo eterno el de castigarte". Si el "desencadenamiento" de las pasiones es maldito, por lo menos, el castigo, que pretende oponerse a él, tiene un carácter que no tiene el crimen. (Los autores modernos dicen, en términos que tienen sus defectos, pero que son más precisos: el crimen provocado por una pasión, si tiene una componente de peligro, no deja de ser auténtico; no ocurre lo mismo con la represión, la cual está sometida a una condición: no buscar lo auténtico sino lo útil. )

Muchos estarán de acuerdo sobre este punto: el acto del juez tiene un carácter frío, lejos de cualquier deseo, y no presenta riesgo. Por eso encoge el corazón. Pero dicho esto, y considerando a Sade resueltamente como lo opuesto al juez, hay que reconocer que no hubo en él ni moderación, ni rigor que permitan reducir su vida a un principio. Fue generoso desmedidamente; sabemos que salvó del cadalso a los Montreuil y Mme. de Montreuil, su suegra, le había hecho apresar por orden del rey; pero él había estado de acuerdo con ella - e incluso la presionó -- para eliminar por el mismo medio a Nanon Sablonniére, sirvienta suya, que sabía demasiado. Entre el 92 y el 93 dio muestras de gran fervor republicano en la sección de Picas, de la que fue secretario y presidente; no obstante hay que tener en cuenta una carta del 81 en la que dice: "Me preguntáis cuál es realmente mi forma de pensar para poder seguirla. Nada más delicado que este extremo de vuestra carta, pero con gran pesar responderé exactamente a vuestra demanda. En primer lugar, dada mi cualidad de hombre de letras, la obligación en que me encuentro aquí diariamente de trabajar tanto en favor de un partido como de otro determina una movilidad en mis opiniones de la que sin duda se resiente mi forma interna de pensar. ¿Me gustarla sondearla en realidad? No está, en realidad, a favor de ningún partido y es un compuesto de todos ellos. Soy antijacobino; los odio a muerte. Adoro al rey, pero detesto los antiguos abusos; amo un gran número de artículos de la constitución, pero otros me revuelven. Quiero que se devuelva a la nobleza su esplendor porque quitárselo no conduce a nada; quiero que el rey sea el jefe de la nación; no quiero Asamblea Nacional sino dos cámaras como en Inglaterra, para que el rey posea una autoridad mitigada, equilibrada por el concurso de una nación necesariamente dividida en dos órdenes (el tercero es inútil, yo lo suprimiría). He ahí mi profesión de fe. ¿Qué soy en la actualidad? ¿Aristócrata o demócrata? Vos me lo diréis, si os place... porque yo no lo sé". En realidad nada puede deducirse de esta carta (escribía a un burgués que necesitaba para sus rentas), excepto esa "movilidad en las opiniones", el "¿qué soy?"... que el "divino marqués" habría podido tomar como divisa.

Me parece que, en su estudio sobre "Sade y la Revolución", o en su "Esbozo del sistema de Sade", Pierre Klossowski ha dado una imagen un poco artificiosa del autor de Justine: queda reducido a un elemento del engranaje en que una dialéctica sabia hace entrar a Dios, a la sociedad teocrática y a la rebeldía del gran señor (que quiere conservar sus privilegios y renegar de sus obligaciones). En cierto sentido es muy hegeliano, pero sin el rigor de Hegel. Los movimientos de la Fenomenología del Espíritu -- a los que se asemeja esta dialéctica -- componen un conjunto circular que abarca por entero el desarrollo del espíritu en la historia.

Klossowski, un poco precipitadamente, extrae conclusiones de un brillante pasaje de la Philosophie dans le Broudoir, donde Sade pretende basar el estado republicano sobre el crimen. Era tentador, a partir de esto, deducir de la muerte del rey, como substitutiva de la muerte de Dios, una concepción sociológica que fundamenta la teología, dirige el psicoanálisis (y que se aproxima a las ideas de Joseph de Maistre... ). Todo esto es frágil. La frase que Sade presta a Dolmancé no es más que una indicación lógica, una de las mil pruebas que nos da del error de una humanidad que no tiene en cuenta la destrucción y el Mal. Klossowski llega al final a decir que es posible que el razonamiento de Dolmancé esté allí nada más que para mostrar la falsedad del principio republicano: a tan sabia adivinación no hay respuesta del marqués. Se trata en realidad de algo muy distinto.

"Me pregunto, dice Jean Paulhan, cuando veo a tantos escritores de nuestros días, tan conscientemente dedicados a rechazar el artificio y el juego literario en beneficio de un acontecimiento inefable -- del que se procura que no ignoremos que es a la vez erótico y espantoso --, preocupados por defender en cualquier circunstancia lo contrario de la Creación, y siempre ocupados en buscar lo sublime en lo infame, lo grandioso en lo subversivo, exigiendo además que toda obra haga tomar postura y comprometa a su autor..., me pregunto digo si en un temor tan extremado no debería buscarse más un recuerdo que una invención, si no hay más memoria que ideal, y, para abreviar, si nuestra literatura moderna, en la parte que nos parece más viva -- la más agresiva en todo caso -- no se encuentra en su totalidad vuelta hacia el pasado y muy concretamente determinada por Sade... " Paulhan está quizá equivocado al prestar, hoy en día imitadores a Sade (se habla de él, se le admira, nadie se siente tentado a parecerse a él: son otros los "terrores" con los que hoy se sueña). Pero define bien la actitud de Sade. Las posibilidades y el peligro del lenguaje no le afectaron: no podía pensar en la obra como separada de su objeto: porque ese objeto le poseía -- en el sentido en que el diablo emplea la palabra --. Escribió enajenado de deseo por ese objeto y se dedicó a ello como un devoto. Klossowski dice con justeza: "Sade no sólo sueña; dirige y conduce su sueño hacia el objeto que le hace soñar, con el método consumado de un religioso contemplativo que pone su alma en oración ante el misterio divino. El alma cristiana toma conciencia de sí misma ante Dios. Pero si el alma romántica, que no es más que un estado nostálgico de la fe", toma conciencia de sí misma planteándose su pasión como un absoluto, de tal suerte que el estado patético se hace en ella función de vivir, el alma sádica, en cambio, no toma conciencia de sí misma más que por medio del objeto que exaspera su virilidad y la constituye en estado de virilidad exasperada, que de este modo pasa a ser también una función paradójica de vivir: sólo se siente vivir en la exasperación. " Al llegar a este punto hay que precisar: el objeto de que se trata, comparable a Dios (es un cristiano, Klossowski, el primero que propone la comparación), no se da, del mismo modo como Dios se entrega al devoto. El objeto como tal (un ser humano) sería entonces indiferente: hay que modificarle pata obtener de él, el sufrimiento deseado. Modificarle, es decir destruirle. Demostraré más adelante que Sade (y en esto se diferencia del simple sádico que es irreflexivo) tuvo como fin alcanzar la conciencia clara de aquello que sólo el "desencadenamiento" logra (pero el "desencadenamiento" lleva a la pérdida de la conciencia), o sea la supresión de la diferencia existente entre el sujeto y el objeto. De este modo su finalidad sólo se diferencia de la filosofía por el camino elegido (Sade partió de "desencadenamientos" de hecho, que quiso hacer inteligibles y la filosofía parte de la calina de la conciencia -- de la inteligencia distinta -- para llegar a un punto de fusión). Antes hablaré de la evidente monotonía de los libros de Sade que se deriva de la decisión de subordinar el juego literario a la expresión de un acontecimiento inefable. Libros, es verdad que se diferencian tanto de aquello que habitualmente es considerado literatura como una extensión de peñascos desérticos, sin sorpresas, incoloros, se diferencia de los paisajes variados, de los arroyos, los lagos y los campos que nosotros amamos. ¿Pero ¿podríamos medir la magnitud de tal extensión?

 

El Frenesí Sádico

Al excluirse de la humanidad, Sade no tuvo en su larga vida más que una ocupación que decididamente le interesó: enumerar hasta el agotamiento las posibilidades de destruir seres humanos, destruirlas y gozar con el pensamiento de su muerte y sus sufrimientos. Una descripción ejemplar, aunque fuese la más hermosa, habría tenido poco sentido para él. Sólo la enumeración interminable, aburrida, tenía la virtud de extender ante él el vacío, el desierto, al que aspiraba su rabia (y que sus libros vuelven a presentar ante aquellos que los abren).

De la monstruosidad de la obra de Sade se desprende aburrimiento, pero ese mismo aburrimiento constituye, a su vez, su sentido. Como ha dicho el cristiano Klossowski "sus interminables novelas se parecen más a los devocionarios que a los libros que nos divierten". El "método consumado" que las ordena es el del "religioso... que sitúa su alma ante el misterio divino". Hay que leerlas como fueron escritas, con el deseo de sondear un misterio que no es ni menos profundo, ni quizá menos "divino" que el de la teología. Ese hombre que, en sus cartas, es inestable, chistoso, seductor o violento, apasionado o divertido, capaz de ternura y tal vez de remordimientos, se limita en sus libros a un ejercicio invariable, en el que una tensión aguda, indefinidamente igual a sí misma, se separa desde el comienzo de las preocupaciones que nos limitan. Desde un principio nos vemos extraviados en alturas inaccesibles. Nada queda de lo que duda, de lo que modera. En un tornado sin apaciguamiento posible y sin fin, un movimiento transporta invariablemente los objetas del deseo hacia el suplicio y la muerte. El único término imaginable es el deseo que podría sentir de ser él la víctima de un suplicio. En el testamento, ya citado, ese arrebato exige, en la culminación, que su misma tumba no perviva, lleva a desear que hasta el propio nombre "desaparezca de la memoria de los hombres".

Si consideramos esta violencia como el signo de una verdad difícil, que obsesiona a aquel que sigue su sentido tan profundamente que, al hablar de ella, emplea la palabra misterio, debemos relacionarla en seguida con la imagen que el mismo Sade nos ha dado de ella.

"Ahora, amigo lector -- escribe al comenzar los Ciento veinte días -- es cuando es preciso abrir tu corazón y tu espíritu al relato más impuro que se haya jamás realizado desde que el mundo existe, ya que un libro semejante no puede encontrarse ni entre los antiguos, ni entre los modernos. Imagina que cualquier gozo honesto o prescrito por esa bestia de la que hablas sin cesar sin conocerla y a la que llamas naturaleza, que estos gozos, digo, serán expresamente excluidos de esta compilación y que, cuando los encuentres por casualidad, sólo se encontrarán en ella en tanto que vengan acompañados de algún crimen o coloreados con algunas infamias. "

La aberración de Sade llega hasta hacer que sus héroes sean en realidad más cobardes que malvados.

He aquí la descripción de uno de sus personajes más perfectos:

"Nacido falso, imperioso, bárbaro, egoísta, tan pródigo para sus placeres como avaro cuando se trataba de ser útil; mentiroso, glotón, borracho, cobarde, sodomita, incestuoso, asesino, incendiario, ladrón... " Es el duque de Blangis, uno de los cuatro verdugos de los Ciento veinte días. "Un niño decidido hubiera atemorizado a ese coloso, y cuando, para deshacerse de su enemigo, no podía emplear sus tretas o su traición, se volvía tímido y cobarde... "

Blangis no es, en realidad, el más repugnante de los cuatro.

"El presidente de Curva! era el decano de la sociedad. Tenía sesenta años aproximadamente y, singularmente desgastado por los excesos, no ofrecía casi más que un esqueleto. Era grande, seco, delgado, con los ojos hundidos y apagados, una boca lívida y malsana, la barbilla respingona y la nariz larga. Cubierto de pelos como un sátiro, una espalda plana y las nalgas blandas y caídas, que parecían más bien sucios trapos colgando encima de los muslos... Curval estaba hasta tal punto metido en el cenagal del vicio y el libertinaje, que le hubiera resultado imposible hablar de otra manera. Tenía sin cesar las más sucias expresiones tanto en la boca como en el corazón, y las entremezclaba enérgicamente con blasfemias que procedían del auténtico horror que sentía -- al igual que sus compañeros-- por todo lo que tenia algo que ver con la religión. Este desorden de espíritu, aumentado además por la embriaguez continua en la que le gustaba conservarse, le daba desde hacia algunos años un aire de imbecilidad y embrutecimiento, que constituía, según pretendía el mismo, su más preciada delicia".

"Desaseado en toda su persona", e incluso "bastante maloliente", el presidente de Curval estaba "absolutamente embrutecido"; el duque de Blangis, por el contrario, encamaba la brillantez y la violencia: "Si era violento en sus deseos... ¡en qué se convertía, gran Dios!, Cuando la borrachera de la voluptuosidad le embargaba: ya no era un hombre, sino un tigre enfurecido. ¡Desgraciado de aquel que servía entonces a sus pasiones! Gritos espantosos, blasfemias atroces salían de su pecho hinchado; de sus ojos parecían salir ascuas; echaba espuma, relinchaba. Se le habría tomado por el mismo dios de la lubricidad".

Sade no tuvo esta crueldad sin límites. Tuvo a veces complicaciones con la policía, que desconfió de él, pero que no pudo imputarle ningún crimen verdadero. Sabemos que acuchilló a una joven mendiga, Rose Keller, a navajazos, y derritió cera caliente en sus heridas. El castillo de Lacoste, en Provenza, fue, según parece, el lugar de orgías organizadas, pero sin los excesos que sólo la invención permite del castillo de Silling, representado como aislado en lejanas soledades rocosas. Una pasión, que quizá maldijo a veces, hacía que el espectáculo del dolor de otros le transportara hasta el extremo de trascender al espíritu. Rose Keller, en un testimonio oficial, habló de los gritos abominables que le produjo el goce. Por lo menos este rasgo le aproxima a Blangis. No sé si es legítimo hablar de placer para referirse a estos trances. En llegando a un cierto grado, el exceso no cabe en la noción común. ¿Se habla acaso del placer de los salvajes que se cuelgan del extremo de una cuerda por un gancho que se hincan en el pecho, y de este modo dan vueltas en torno de un poste? Los testimonios de Marsella alegan los golpes con látigos con alfileres en las puntas que ensangrentaban al marqués. Hay que llegar más lejos: a veces las imaginaciones de Sade son tales que habrían desalentado a los faquires más aguerridos. Si alguien pretendiera envidiar la vida de los malvados de Silling sería pura jactancia. A su lado, Benito Labre resulta delicado: no existe asceta que haya superado hasta ese punto el asco.

 

Del "Desencadenamiento" a la conciencia clara

Esa era la situación moral de Sade. Muy diferente de sus héroes (en muchos casos da prueba de sentimientos humanos), conoció estados de desenfreno y de éxtasis que le parecieron llenos de sentido con respecto a las posibilidades comunes. Pero nunca consideró que podía o debía separar de la vida estos peligrosos estados, a los que le conducían los deseos invencibles. En vez de olvidarlos, como suele hacerse, se atrevió en sus momentos normales a mirarlos cara a cara, y se planteó la cuestión abisal que en realidad les plantean a todos los hombres. Otros antes que él habían tenido los mismos extravíos, pero subsistía siempre la oposición fundamental entre el desencadenamiento de las pasiones y la conciencia. Nunca dejó el espíritu humano de responder, de vez en cuando, a esa exigencia que lleva al sadismo. Pero se hacía de manera furtiva, en la noche que resulta de la incompatibilidad entre la violencia, que es ciega, y la lucidez de la conciencia. El frenesí alejaba la conciencia. A su vez la conciencia en su condena angustiada negaba e ignoraba el sentido del frenesí. Sade fue el primero que en la soledad de la prisión dio expresión razonada a esos movimientos incontrolables, sobre cuya negación ha fundado la conciencia el edificio social y la imagen del hombre. Para ello tuvo que dar la vuelta e impugnar todo lo que los demás consideraban inamovible. Sus libros producen la sensación de que, con una resolución exasperada, quería lo imposible y el revés de la vida: tuvo la firme decisión del ama de casa que, deseando terminar, desuella a un conejo con un movimiento seguro (también el ama de casa revela el reverso de la verdad y, en ese caso, el reverso es también el corazón de la verdad). Sade se basa en una experiencia común: la sensualidad que libera de las trabas ordinarias-- se despierta no sólo ante la presencia, sino también ante una modificación del objeto posible. En otros términos: como un impulso erótico es un desencadenamiento (con relación a los comportamientos de trabajo y, en general, a las conveniencias sociales) lo desencadena el desencadenamiento coincidente de su objeto. "Desgraciadamente el secreto está más que demostrado --observa Sade ----, y no existe un libertino que esté ya algo anclado en el vicio que no sepa hasta qué punto el crimen tiene poder sobre los sentidos... " "Por tanto, es cierto -- exclama Blangis---- que el crimen tiene tal atracción por sí mismo que, independientemente de toda voluptuosidad, puede bastar para inflamar todas las pasiones." Estar desencadenado no es siempre, activamente, efecto de una pasión. También lo que destruye a un ser lo desencadena; el desencadenamiento es siempre la ruina de un ser que se ha dado a sí mismo los límites de las conveniencias. La sola puesta al desnudo es ya ruptura de esos límites (es el signo del desorden que reclama el objeto que a ello se entrega). El desorden sexual descompone las figuras coherentes que nos establecen ante nosotros mismos y ante los otros, como seres definidos (las hace resbalar hacia un infinito, que es la muerte). Hay en la sensualidad un algo turbio y un sentimiento de estar anegado, análogo al malestar que se desprende de los cadáveres. Pero como contrapartida, en la turbación de la muerte hay algo que se pierde y se nos escapa: se inicia en nosotros un desorden, una impresión de vacío, y el estado en que entramos es vecino, al que precede al deseo sensual. Un hombre joven no podía ver un entierro sin experimentar una incitación física: por esta razón tuvo que alejarse del cortejo que conducía a su padre. Su comportamiento se oponía a los comportamientos habituales. Pero no podemos, de todas formas, reducir el impulso sexual a lo agradable y benéfico. Hay también en él un elemento de desorden, de exceso, que llega hasta a poner en juego la vida de los que le siguen.

La imaginación de Sade ha llevado hasta el límite ese desorden y ese exceso. Nadie, a menos que no le preste oídos, termina los Ciento veinte días sin estar enfermo: el más enfermo es desde luego aquel que se siente enervado sexualmente por esta lectura. Esos dedos partidos, esos ojos, esas uñas arrancadas, esos suplicios en donde el horror moral agudiza el dolor, esa madre que se ve conducida por el engaño y el terror al asesinato de su hijo, esos gritos, esa sangre vertida entre tanta fetidez, todo al fin se suma para producirnos la náusea. Nos supera, nos asfixia y produce, al mismo tiempo que un agudo dolor, una emoción que descompone y que mata. ¿Cómo se atrevió? Y sobre todo, ¿cómo pudo? El que escribió esas páginas aberrantes lo sabía, estaba llegando al último límite imaginable: no hay nada respetado que él no ridiculice, nada puro que no mancille, nada amable que no colme de horrores. Cada uno de nosotros se ve personalmente afectado: por poco que nos quede de humano, ese libro ataca como una blasfemia, y como una enfermedad del rostro, a todo lo más querido, lo más santo. Pero ¿y si seguimos adelante? Ese libro es el único ante el cual el espíritu del hombre está a la medida de lo que es. El lenguaje de los Ciento veinte días es el del universo lento, que degrada con golpe certero, que martiriza y destruye la totalidad de los seres a los que dio vida.

En el extravío de la sensualidad, el hombre realiza un movimiento de espíritu por el cual se hace igual a lo que es.

El transcurrir de una vida humana nos vincula a opiniones fáciles: nos representamos a nosotros mismos como entidades bien definidas. Nada nos parece más seguro que ese yo que fundamenta el pensamiento. Y cuando accede a los objetos es para modificarlos para su uso: jamás es igual a lo que no es él. Lo que es exterior a nuestros seres finitos es, o bien un infinito impenetrable que nos subordina, o bien el objeto que nosotros manejamos, que está subordinado a nosotros. Añadamos que, por un pequeño rodeo, el individuo, asimilándose a las cosas que maneja, puede también subordinarse a un orden finito, que le encadena en el interior de una inmensidad. Si, a partir de ahí, intenta encadenar esta inmensidad en las leyes de las ciencias (que colocan el signo igual entre el mundo y las cosas finitas), sólo se igualará a su objeto encadenándose en un orden que le aplasta (que le niega, que niega lo que en él se diferencia de la cosa finita y subordinada). Sólo posee un medio para escapar a esos diversos límites: la destrucción de un ser semejante a nosotros (en esta destrucción se niega el límite de nuestro semejante; en efecto, no podemos destruir un objeto inerte, porque sólo cambia y no desaparece. En cambio, un ser semejante a nosotros desaparece en la muerte). La violencia sufrida por nuestro semejante se sustrae al orden de las cosas finitas, eventualmente útiles: le devuelve a la inmensidad.

Esto era ya cierto en el sacrificio. En la aprehensión, llena de horror de lo sagrado, el espíritu esbozaba ya el movimiento en que es igual a lo que es (a la totalidad indefinida que nosotros no podemos conocer). Pero el sacrificio es tanto, miedo al desencadenamiento, como desencadenamiento. Es la operación mediante la cual el mundo de la actividad lúcida (el mundo profano) se libera de una violencia que si no podría destruirle. Y si es verdad que, en el sacrificio, la atención se mantiene sobre un desplazamiento que lleva del individuo aislado a lo ilimitado, no por eso deja de volverse hacia interpretaciones huidizas, que son las más opuestas a la conciencia clara. Por otra parte, el sacrificio es pasivo, se basa en un miedo elemental: sólo el deseo es activo y sólo él nos hace sentirnos presentes.

Solamente cuando el espíritu, detenido ante una dificultad, hace que su atención recaiga sobre el objeto del deseo, se le da una oportunidad al conocimiento lúcido. Caso que supone la exasperación y la saciedad, el recurrir a posibilidades cada vez más lejanas. Supone, por último, la reflexión unida a la imposibilidad momentánea de satisfacer el deseo, y el deseo de satisfacerlo más conscientemente.

"Los verdaderos libertinos admiten -- señalaba Sade -- que las sensaciones comunicadas por el órgano del oído son las más intensas. Por tanto, nuestros cuatro malvados, que querían que la voluptuosidad se impregnara en su corazón tanto y tan profundamente como pudiera penetrar, habían imaginado con ese designio una cosa singular. " Se trata de las "historiadoras", que estaban encargadas, en los intervalos de las orgías de Silling, de avivar el espíritu mediante el relato de todos los vicios que habían conocido: son viejas prostitutas, cuya larga y sórdida experiencia es el principio de un cuadro perfecto, que precedió a la observación clínica, y que la observación clínica luego ha confirmado. Pero desde el punto de vista de la conciencia, las "historiadoras" no tienen más que un sentido: presentar en forma de una exposición minuciosa, desde lo alto de una cátedra objetivada por otra voz, ese dédalo que Sade quiso esclarecer hasta el final. Lo más importante: esta singular invención nació de la soledad de un calabozo. En realidad, la conciencia clara y distinta, renovada sin fin y repetida, de lo que fundamenta el impulso erótico necesitó, para formarse, de la condición inhumana de un prisionero. Libre, Sade habría podido saciar la pasión que le apremiaba, pero la prisión le retiró los medios para lograrlo. Cuando la pasión de que se habla no turba al que razona sobre ella, el conocimiento objetivo, exterior, es posible, pero sólo se alcanza la plena conciencia cuando el deseo es efectivamente experimentado. La célebre Pathologia sexualis, de Kraft--Ebing, u otras obras del mismo tipo, tienen sentido en el plano de un conocimiento objetivo de los comportamientos humanos, pero exterior a la experiencia de una verdad profunda, revelada por esos comportamientos. Esa verdad es la del deseo que las fundamenta, y que la enumeración razonada de un Kraft--Ebing deja de lado. Vemos que la conciencia del deseo es poco accesible: el deseo por sí mismo altera la claridad de la conciencia, pero sobre todo hay que partir de que la posibilidad de satisfacerlo la suprime. Parece que en toda la animalidad la satisfacción sexual se lleva a cabo en un gran "desorden de los sentidos". La inhibición de que es objeto en la humanidad se une por otra parte con su carácter, si no inconsciente, por lo menos alejado de la conciencia clara. Esta conciencia la preparaba la individualidad esencialmente reflexiva de Sade: Sade no cejaba en seguir un razonamiento paciente, unido al esfuerzo que mantuvo por asimilar la mayor parte de los conocimientos de su tiempo. Pero sin la reclusión, la vida desordenada que hubiera llevado no le habría permitido la posibilidad de alimentar un interminable deseo, que se proponía a su reflexión sin que pudiera satisfacerle.

Para subrayar aún más la dificultad, añado que Sade sólo anuncia la realización de la conciencia: no pudo llegar a la plenitud de la claridad. El espíritu ha de acceder aún, ya que no a la ausencia de deseo, sí al menos a la desesperación que deja en el lector de Sade el sentimiento de una semejanza final entre los deseos experimentados por Sade y los suyos, que no poseen esa intensidad, que son normales.

 

La Poesía del Destino de Sade

No puede sorprendernos que una verdad tan extraña y tan difícil se haya revelado la primera vez en forma brillante. La posibilidad da la conciencia es su valor fundamental; pero no podía dejar de referirse al trasfondo cuyo signo es en realidad. ¿Cómo le podía faltar a esta verdad naciente el resplandor poético? Esta verdad, sin la brillantez poética no habría tenido, humanamente, su alcance. Es conmovedor que una fabulación mítica se ligue a lo que, al fin, desvela, el fondo de los mitos. Fue precisa una revolución -mire el ruido de las puertas derribadas de la Bastilla-- para entregarnos, en el azar del desorden, el secreto de Sade: al cual la desgracia le permitió vivir ese sueño cuya obsesión es el alma de la filosofía: la unidad del sujeto y el objeto; y, en este caso, la identidad, en la trascendencia de los límites entre los seres, del objeto del deseo y del sujeto que desea. Maurice Blanchot ha dicho certeramente de Sade que había "sabido convertir su prisión en la imagen de la soledad del universo", pero que esa prisión, ese mundo, ya no le incomodaba, porque había "desterrado y excluido de él a todas las criaturas". De este modo, la Bastilla donde Sade escribió fue el crisol donde con lentitud fueron destruidos los límites conscientes de los seres por el fuego de una pasión que la impotencia prolongaba.

 

 

 

 

EL DIVINO MARQUÉS: Selección de textos

 

 

 

La Serpiente

Todo el mundo conoció a principios de este siglo a la señora presidente de C..., una de las mujeres más agradables y bonitas de Dijon, y todos la han visto acariciar y acoger públicamente en su lecho a la serpiente blanca que va a ser la protagonista de esta anécdota.

- Este animal es el mejor amigo que tengo en el mundo - le comentaba un día a una dama extranjera que había ido a verla y que mostraba curiosidad por conocer la razón de las atenciones que la bella presidente prodigaba a su serpiente -. En otro tiempo amé apasionadamente - prosiguió ésta -, señora, a un joven encantador que se vio obligado a alejarse de mí para ir a cosechar laureles; al margen de nuestros encuentros convenidos, él me había pedido que, siguiendo su ejemplo, a unas horas determinadas nos retiráramos cada uno por nuestro lado a algún paraje solitario para no ocuparnos de nada en absoluto más que de nuestra ternura. Un día, a las cinco de la tarde, cuando iba a recogerme en un pequeño pabellón al extremo de mi jardín, para serle fiel en mi promesa, convencida de que ningún animal de esta clase hubiera nunca podido penetrar en el jardín, de pronto descubrí a mis pies a este encantador animalillo, al que, como bien podéis ver, idolatro. Quise huir; la serpiente se tendió delante de mí, parecía pedirme perdón, parecía asegurarme que bien lejos estaba de querer hacerme ningún daño; me paro, la observo; al verme tranquila se acerca, hace cien cabriolas a mis pies, unas más de prisa que las otras; no puedo contenerme y le paso mi mano por encima, con su cabeza la acaricia delicadamente, la cojo y la pongo sobre mis rodillas, se arrebuja en ellas y parece que duerme. Una sensación de inquietud se apodera de mi... De mis ojos se escapan, a pesar mío, unas lágrimas que bañan a este animalillo encantador... Despertada por mi dolor, me mira..., gime..., alza su cabeza hasta mi seno..., lo acaricia y de nuevo se desploma anonadado... ¡Oh, cielos - grité -, todo se ha acabado; mi amante ha muerto! Abandoné aquel funesto lugar llevando conmigo a esta serpiente, a la que un misterioso sentimiento parece ligarme a pesar mío... Advertencias fatales de una voz desconocida cuyos ecos, señora, podéis interpretar como os guste, pero ocho días más tarde recibo la noticia de que mi amante había sido muerto en el preciso instante en que apareció la serpiente; nunca he querido separarme de este animal; sólo a mi muerte me abandonará; después de aquello me casé, pero con la explícita condición de que no la apartaría de mi lado.

Y tras estas palabras la gentil presidente cogió la serpiente, la recostó contra su seno y le hizo dar, como si fuera un podenco, cien vueltas delante de la dama que la interrogaba.

¡Oh, Providencia!, si esta aventura es tan cierta como lo asegura toda la provincia de Borgoña, ¡qué inexcrutables son tus designios!

 

 

 

 

 

¡Que me engañen siempre así!

Hay pocos seres en el mundo tan libertinos como el cardenal de ..., cuyo nombre, teniendo en cuenta su todavía sana y vigorosa existencia, me permitiréis que calle. Su Eminencia tiene concertado un arreglo, en Roma, con una de esas mujeres cuya servicial profesión es la de proporcionar a los libertinos el material que necesitan como sustento de sus pasiones; todas las mañanas le lleva una muchachita de trece o catorce años, todo lo más, pero con la que monseñor no goza más que de esa incongruente manera que hace, por lo general, las delicias de los italianos, gracias a lo cual la vestal sale de las manos de Su Ilustrísima poco más o menos tan virgen como llegó a ellas, y puede ser revendida otra vez como doncella a algún 1ibertino más decente. A aquella matrona, que se conocía perfectamente las máximas del cardenal, no hallando un día a mano el material que se había comprometido a suministrar diariamente, se le ocurrió hacer vestir de niña a un guapisimo niño del coro de la iglesia del jefe de los apóstoles; le peinaron, le pusieron una cofia, unas enaguas y todos los atavíos necesarios para convencer al santo hombre de Dios. No le pudieron prestar, sin embargo, lo que le habría asegurado verdaderamente un parecido perfecto con el sexo al que tenía que suplantar, pero este detalle preocupaba poquísimo a la alcahueta... "En su vida ha puesto la mano en ese sitio - comentaba ésta a la compañera que la ayudaba en la superchería - ; sin ninguna duda explorará única y exclusivamente aquello que hace a este niño igual a todas las niñas del universo; así, pues, no tenemos nada que temer..."

Pero la comadre se equivocaba. Ignoraba sin duda que un cardenal italiano tiene un tacto demasiado delicado y un paladar demasiado exquisito como para equivocarse en cosas semejantes; comparece la víctima, el gran sacerdote la inmola, pero a la tercera sacudida :

- ¡Per Dio santo! - exclama el hombre de Dios -.¡Sano ingannato, quésto bambino e ragazzo, mai non fu putana!

Y lo comprueba... No viendo nada, sin embargo, excesivamente enojoso en esta aventura para un habitante de la ciudad santa, Su Eminencia sigue su camino diciendo tal vez como aquel campesino al que le sirvieran trufas en lugar de patatas: "¡Qué me engañen siempre así!" Pero cuando la operación ha terminado:

- Señora - dice a la dueña -, no os culpo por vuestro error.

- Perdonad, monseñor.

- No, no, os repito, no os culpo por ello, pero si esto os vuelve a suceder no dejéis de advertírmelo, porque... lo que no vea al principio lo descubriré más adelante.

 

 

 

 

El Alcahuete Castigado

Durante la Regencia ocurrió en Paris un hecho tan singular que aún hoy en día puede ser narrado con  interés; por un lado, brinda un ejemplo de misterioso libertinaje que nunca pudo ser declarado del todo; por otro, tres horribles asesinatos, cuyo autor no fue descubierto jamás. Y en cuanto a... las conjeturas, antes de presentar la catástrofe desencadenada por quien se la merecía, quizá resulte así algo menos terrible.

Se cree que el señor de Savari, solterón maltratado por la naturaleza[1] , pero rebosante de ingenio, de agradable trato y que congregaba en su residencia de la calle Déjeuneurs a la mejor sociedad posible, había tenido la idea de prestar su casa para un género de prostitución realmente singular. Las esposas o las hijas, de elevada posición exclusivamente, que desea­ban gozar sin complicaciones y a la sombra del más profundo misterio de los placeres de la voluptuosidad podían encontrar allí a un cierto número de asociados dispuestos a satisfacerlas, y esas intrigas pasajeras no tenían nunca consecuencias; una mujer recogía en ellas sólo las flores sin el menor riesgo de las espinas que con tanta frecuencia acompañan a esa clase de arreglos cuando van tomando el carácter público de una relación regular. La esposa o la jovencita se encontraban de nuevo al día siguiente en sociedad al hombre con el que habían tenido relaciones la víspera sin dar a entender que le reconocían y sin que él, a su vez pareciera distinguirla entre las restantes damas, gracias a lo cual nada de celos en las relaciones, nada de padres irritados, ni de separaciones, ni de conventos; en una palabra, ninguna de las funestas secuelas que traen consigo asuntos de esa índole. Resultaba difícil encontrar algo más cómodo y sin duda sería peligroso ofrecer en nuestros días este plan; habría que temer con sobrada razón que este relato pudiera sugerir la idea de volver a ponerlo en práctica en un siglo en que la depravación de ambos sexos ha desbordado todos los límites conocidos, si no presentáramos, al mismo tiempo, la cruel aventura que sirvió de escarmiento a aquel que lo habla concebido.

El señor de Savari, autor y ejecutor del proyecto, que se conformaba, aunque muy a gusto, con un úni­co criado y una cocinera para no multiplicar los tes­tigos de los excesos de su mansión, vio una mañana cómo se presentaba en su casa cierto individuo amigo suyo para rogarle que le invitara a comer.

-Diablos, con mucho gusto -le contesta el señor de Savari-, y para demostraros el placer que me proporcionáis, voy a ordenar que os saquen el mejor vino de mi bodega.

-Un momento -responde el amigo cuando el criado ha recibido ya la orden-, quiero ver si La Brie nos engaña..., conozco los toneles, voy a seguirle y a com­probar si realmente coge el mejor.

-Muy bien, muy bien -contesta el dueño de la casa siguiendo perfectamente la broma-; sí no fuera por mi penoso estado, yo mismo os acompañaría, pero así me haréis el favor de ver si ese bribón no nos in­duce a error.

El amigo sale, entra en la bodega, coge una palanca, mata a golpes al criado, sube en seguida a la cocina, deja en el sitio a la cocinera, mata hasta a un perro y a un gato que encuentra a su paso, vuelve a la alcoba del señor de Savari que, incapaz por su estado de ofrecer la menor resistencia, se deja asesinar como sus sirvientes, y este verdugo implacable sin turbarse, sin sentir el más mínimo remordimiento por la acción que acaba de perpetrar, detalla tranquilamente en la página en blanco de un libro que halla sobre la mesa la forma en que la ha llevado a cabo, no toca cosa alguna, no se lleva nada, sale de la casa, la cierra y desaparece.

La casa del señor de Savari era demasiado frecuentada para que esta atroz carnicería no fuera descubierta enseguida: llaman a la puerta, nadie contesta, y convencidos de que el dueño no puede hallarse fuera rompen las puertas y descubren el espantoso estado de la residencia de aquel desdichado; no contento con legar los detalles de su acción al público, el flemático asesino había colocado sobre un péndulo, adornado con una calavera que ostentaba como lema: «Contempladla para enmendar vuestra vida», había colocado, repito, sobre esta frase un papel escrito en el que se leía: «Ved su vida y no os sorprenderéis de su final»

Una aventura semejante no tardó en provocar un escándalo; registraron por todas partes y el único objeto que encontraron que guardara alguna relación con esta cruel escena fue la carta de una mujer, sin firma, dirigida al señor de Savari y que contenía las palabras siguientes:

«Estamos perdidos, mi marido acaba de enterarse de todo, pensar en el remedio, sólo Paparel puede aplacar su espíritu; haced que hable con él, si no no hay ninguna salvación».

 Un tal Paparel, tesorero del extraordinario de la guerra, hombre amable y con buenas relaciones, fue citado: admitió que visitaba al señor de Savari, pero que, de más de cien personas de la ciudad y de la corte que acudían a su casa, a la cabeza de las cuales podía colocarse el señor duque de Vendôme, él era de todas ellas uno de los que menos le veía.

Varias personas fueron detenidas y puestas en libertad casi enseguida. Pronto se supo bastante como para convencerse de que aquel asunto tenía ramificaciones innumerables que, al comprometer el honor de los padres y maridos de la mitad de la capital, iban a desacreditar públicamente a un infinito número de personas de la más alta alcurnia, y, por primera vez en la vida. en unas cabezas de magistrados la prudencia reemplazó a la severidad. En eso quedó todo y, por tanto, la muerte de aquel desdichado, demasiado culpable sin duda para ser llorado por gentes honestas, no encontró nunca a nadie que le vengara; pero si aquella pérdida fue insensible para la virtud, hay que creer que el vicio la lamentó durante largo tiempo, y que independientemente de la alegre cuadrilla que tantos mirtos recogía en la casa de este dulce hijo de Epicuro, las hermosas sacerdotisas de Venus, que acu­dían día tras día a quemar su incienso en los altares del amor, debieron llorar sin duda la demolición de su templo.

Y así es como acabó todo. Un filósofo comentaría, glosando esta narración: «Si de las mil personas a las que tal vez afecto esta aventura, quinientas se alegraron y otras quinientas la deploraron, la acción puede considerarse indiferente; pero si, por desgracia, el cálculo arrojara una cifra de ochocientos seres lesionados por la privación del placer que esta catástrofe les ocasionaba contra sólo doscientos que creyeran ganar con ella, el señor de Savari hacía más bien que mal y el único culpable fue aquel que lo inmoló en aras de su resentimiento». Dejo que decidáis sobre todo esto y paso rápidamente a otro asunto.

 


 

[1] Era un lisiado sin piernas. (N. del A.)

 

 

 

 

 

El Preceptor Filósofo

De todas las ciencias que se inculcan a un niño cuando se trabaja en su
educación, los misterios del cristianismo, aun siendo sin duda una de las
materias más sublimes de esta educación, no son, sin embargo, las que se
introducen con mayor facilidad en su joven espíritu. Persuadir, por ejemplo, a
un muchacho de catorce o quince años de que Dios padre y Dios hijo no son sino
uno, que el hijo es consustancial a su padre y que el padre lo es al hijo, etc.,
todo esto, por necesario que sea no obstante para la felicidad de la vida es más
difícil de hacer comprender que el álgebra y cuando se quiere tener éxito, uno
se ve obligado a emplear ciertas equivalencias físicas, ciertas expli­caciones
materiales que, por desproporcionadas que sean, facilitan, sin embargo, a un
muchacho la com­prensión de la misteriosa materia.
Nadie estaba tan plenamente convencido de este método como el padre Du Parquet,
preceptor del con­desito de Nerceuil, que tenía unos quince años de edad y el
rostro más hermoso que fuera posible contem­plar.
- Padre -decía día tras día el joven conde a su preceptor-, de verdad que la
consustancialidad está por encima de mis fuerzas, me es absolutamente im­posible
concebir que dos personas puedan convertirse en una sola: aclaradme ese
misterio, os lo suplico, o ponedlo al menos a mi alcance.
El virtuoso eclesiástico, deseoso de tener éxito en su educación, contento de
poder facilitar a su discípulo todo aquello que un día pudiera hacer de él un
hombre de provecho, ideó un procedimiento bastante satisfactorio para allanar
las dificultades que hacían cavilar al conde, y este procedimiento, tomado de la
naturaleza necesariamente, tenía que resultar bien. Hizo venir a su casa a una
jovencita de trece a catorce años y tras asesorarla convenientemente la unió a
su joven discípulo.
Y bien -le pregunta-, amigo mío, ¿entendéis ahora el misterio de la
consubstancialidad? ¿Comprendéis ya con menos dificultad que es posible que dos
personas se conviertan en una sola?
-Oh, Dios mío, claro que sí, padre -responde el encantador energúmeno-; ahora lo
entiendo todo con una facilidad sorprendente. No me extraña que ese misterio
constituya, según se dice, toda la alegría de los seres celestiales, pues es
agradabilísimo divertirse haciendo de dos uno solo.
Algunos días más tarde el joven conde rogó a su preceptor que le diera otra
lección, pues pretendía que había aún algo en el misterio que no comprendía bien
y que no podría explicarse más que celebrándolo una vez más en la forma en que
ya lo había hecho. El com­placiente clérigo, a quien esta escena divertía
proba­blemente tanto como a su alumno, hace volver a la muchachita y la lección
vuelve a empezar, pero esta vez el clérigo, singularmente emocionado por el
deli­cioso panorama que ofrecía a sus ojos el guapo muchacho de Nerceuil
consubstanciándose con su compañera, no pudo resistirse a intervenir en la
explica­ción de la parábola evangélica y las bellezas que con ese motivo
recorren sus manos acaban por inflamarle totalmente.
Me parece que esto va demasiado de prisa -exclama Du Parquet, agarrando al
condesito por la cintura-, excesiva elasticidad en los movimientos, por lo que
resulta que no siendo tan íntima la conjunción no refleja adecuadamente la
imagen del misterio que hay que demostrar aquí... Si nos ponemos, exacto de esta
forma -prosigue el pícaro, obsequiando a su joven discípulo con lo mismo que
éste ofrece a la muchacha.
¡Ah! Dios mío, ¡que me hacéis daño, padre! -exclama el muchacho-. Y además esta
ceremonia me parece inútil. ¿Qué otra cosa me enseña sobre el misterio?
-¡Oh diablos! -contesta el eclesiástico, balbuceando de placer-. ¿Pero no ves,
amigo mío, que te lo enseño todo de una vez? Esto es la Trinidad, hijo mío... Hoy
te estoy explicando la Trinidad, cinco o seis lecciones más y serás doctor de la
Sorbona.

 

 

 

 

 

 

Hágase Como Se Ordena


- Hija mía -dice la baronesa de Fréval a la mayor de sus hijas, que iba a
casarse al día siguiente-, sois hermosa como un ángel; apenas habéis cumplido
vuestro decimotercer año y es imposible ser más tierna y más encantadora; parece
como si el mismísimo amor se hubiera recreado en dibujar vuestras facciones, y
sin embargo os veis obligada a convertiros mañana en esposa de un viejo
picapleitos cuyas manías son de lo más sospechosas... Es un compromiso que me
desagrada extraordinariamente, pero vuestro padre lo quiere. Yo deseaba hacer de
vos una mujer de elevada posición, pero ya no es posible; estáis destinada a
cargar toda vuestra vida con el ingrato título de presidenta... Lo que más me
desespera es que no llegaréis a serlo más que a medias... El pudor me impide
explicaros esto, hija mía..., pero es que esos viejos tunantes, que acostumbran
a juzgar al prójimo sin saber juzgarse a si mismos, tienen caprichos tan
barrocos, habituados a una vida en el seno de la indolencia... Esos bribones se
corrompen desde que nacen, se hunden en el libertinaje, y arrastrándose en el
impuro fango de las leyes de Justiniano y de las obscenidades de la capital,
como la culebra que no levanta la cabeza más que de cuando en cuando para
devorar insectos, sólo se les ve salir de él a base de reprimendas o de alguna
detención. Así, pues, escuchadme, hija mía, y manteneos erguida..., porque si
inclináis la cabeza de esa forma complaceréis extraordinariamente al señor
presidente, y no me extrañaría que os la pusiera a menudo mirando a la pared...
En una palabra, hija mía, se trata de lo siguiente: negad rotundamente a vuestro
marido lo primero que os proponga; estamos convencidos de que esa primera
proposición será, sin la menor duda, de lo más indecente e intolerable...
Conocemos sus gustos; hace ya cuarenta años que, llevado de convicciones
totalmente ridículas, ese maldito pícaro afeminado tiene la costumbre de tomarlo
todo única y exclusivamente por detrás. Así, pues, hija mía, vos os negaréis,
¿me oís?, y le contestaréis: «No, señor, por cualquier otro sitio que os guste,
pero por ahí, de ninguna manera.»
Dicho esto, se ponen a engalanar a la señorita De Fréval; la arreglan, la bañan,
la perfuman. Llega el presidente, con el pelo ensortijado como un querubín,
empolvado hasta los hombros, gangoso, chillón, balbuciendo leyes y diciendo cómo
tiene que ser el Estado. Gracias al arreglo de su peluca, de su traje ajustado,
de sus carnes prietas y restallantes, apenas se le calcularían cuarenta años,
aunque tenía cerca de sesenta. Aparece la novia, él le hace unas carantoñas y en
los ojos del leguleyo se puede ya leer toda la depravación de su alma. Al fin
llega el momento... la desnuda, se acuestan y por una vez en su vida, el
presidente, bien por tomarse un poco más de tiempo para educar a su discípula o
bien por temor a los sarcasmos que podrían ser fruto de las indiscreciones de
su mujer, no piensa más que en cosechar placeres legítimos. Pero la señorita De
Fréval ha sido bien educada. La señorita De Fréval, que se acuerda de que su
mamá le ha aconsejado que rechazara con toda firmeza las primeras proposiciones
que le fueran a hacer, no desperdicia la ocasión y le dice al presidente:
- No, señor por mucho que queráis no ha de ser así; por cualquier otro sitio que
os guste, pero por ahí, de ninguna manera.
- Señora -contesta el presidente estupefacto-, debo protestar... estoy haciendo
un esfuerzo... en realidad es una virtud.
- No, señor, por más que insistáis nunca accederé a eso.
- Muy bien, señora, hay que teneros contenta -responde el picapleitos, tomando
posesión de su enclave predilecto-. Mucho sentiría disgustaros y más en vuestra
noche de bodas, pero tened cuidado, señora, pues en el futuro, por mucho que me
lo roguéis, ya no podréis hacer que varíe mi rumbo.
- Me parece muy bien, señor -contesta la joven, buscando la postura-, no temáis
que no os lo he de pedir.
- Entonces, ya que así lo queréis, adelante -contesta el hombre de bien,
mientras se acomoda-. En nombre de Ganímedes y de Sócrates, hágase como se
ordena!


 

 

 

 

La Mojigata o el Encuentro Inesperado


El señor de Sernenval, de unos cuarenta años de edad con doce o quince mil
libras de renta que gastaba tranquilamente en París, sin ejercer ya la carrera
de comercio que antaño había estudiado y satisfecho con toda distinción con el
titulo honorífico de burgués París con miras a conseguir un cargo de regidor,
había contraído matrimonio pocos años antes con la hija de uno de sus antiguos
colegas, la cual tenía por aquel entonces alrededor de veinticuatro años.
Ninguna otra tan fresca, lozana y entrada en carnes como la señora de Sernenval:
no estaba formada como las Gracias, pero resultaba tan apetecible como la
mismísima ­madre del amor; no tenía el porte de una reina, pero exhalaba en
conjunto tanta voluptuosidad, con unos ojos tan dulces y tan lánguidos, una boca
tan hermosa, unos senos tan firmes, tan bien torneados y todo lo demás tan a
propósito para despertar el deseo, que había muy pocas mujeres hermosas en París
a las que no se la hubiera preferido. Pero la señora de Sernenval, dotada de
tantos atractivos, adolecía de un defecto capital en su espíritu... una
mojigatería insoportable, una devoción crispante y un tipo de pudor tan ridículo
y tan excesivo que a su marido le era imposible convencerla para que se dejara
ver cuando estaba en compañía de sus amistades. Llevando su santurronería al
extremo, era muy raro que la señora de Sernenval accediera a pasar con su marido
una noche completa e incluso en ocasiones en que se dignaba a concedérsela, lo
hacía siempre con las mayores reservas y con un camisón que no se quitaba jamás.
Un dispositivo artísticamente trabajado en el pórtico del templo del himeneo
sólo permitía la entrada con la expresa condición de que no hubiera ningún
contacto deshonesto ni la menor relación carnal; la señora de Sernenval hubiera
montado en cólera si hubiese intentado franquear las barreras que su modestia
fijaba y si su marido hubiera tratado de hacerlo habría corrido de seguro el
peligro de no recobrar jamás el favor de esta sensata y virtuosa mujer. El señor
de Sernenval se reía de todas estas mojigangas, pero como adoraba a su mujer
tenía a bien respetar sus limitaciones; a pesar de ello, a veces trataba de
sermonearla y le demostraba con toda claridad que no es pasándose la vida en las
iglesias o en compañía de los curas como una mujer honesta cumple realmente con
sus deberes, que primero están los de la casa, necesariamente desatendidos por
una devota, y que haría más honor a los designios del Eterno viviendo en el
mundo de una manera honrada que yendo a enterrarse en los claustros y que corría
mucho más peligro con los «sementales de María» que con esos leales amigos, cuyo
trato ridículamente evitaba.
- Tengo que conoceros y amaros tanto como lo hago -añadía a lo anterior el señor
de Sernenva- para no estar seriamente preocupado por vos durante todas esas
prácticas religiosas. ¿Quién me asegura que en ocasiones no os abandonáis más
bien sobre el blando lecho de los levíticos que al pie de los altares de Dios?
No hay nada tan peligroso como esos bribones de curas; hablándoles de Dios es
como seducen siempre a nuestras mujeres y a nuestras hijas, y siempre es en su
nombre en el que nos deshonran o nos engañan. Creedme, querida amiga, uno puede
ser honesto en cualquier sitio; no es ni en la celda del bonzo ni en el nicho
del ídolo donde la virtud erige su templo, sino en el corazón de una mujer
prudente y las honestas amistades que os ofrezco nada tienen que no se avenga al
culto que le profesáis... En el mundo pasáis por una de sus más fieles
sacerdotisas: yo también lo creo, pero, ¿qué pruebas tengo de que merezcáis
realmente esa reputación? Mucho más lo creería si os viera hacer frente a
alevosos ataques; la virtud de aquella esposa que no corre nunca el riesgo de
ser seducida no es la que sale mejor parada, sino la de esa otra que tan segura
se siente de sí misma que, sin temor alguno, se expone a cualquier cosa.
La señora de Sernenval nada respondía a todo esto, pues evidentemente la
argumentación no admitía réplica alguna, pero se ponía a llorar, recurso común a
las mujeres débiles, seducidas o falsas, y su marido no se atrevía a seguir
adelante con la lección.
Así estaban las cosas cuando un antiguo amigo de Sernenval, un tal Desportes,
llegó desde Nancy para verle y para resolver al mismo tiempo ciertos negocios
que tenía en la capital. Desportes era un vividor, de la edad de su amigo poco
más o menos, y no menospreciaba ninguno de los placeres que la naturaleza
bienhechora concede al hombre para que olvide las desdichas con que le abruma;
no pone la menor objeción a la oferta que le hace Sernenval para alojarse en su
casa, se alegra de verle, y al mismo tiempo se extraña de la severidad de su
mujer, quien, desde el momento que sabe la presencia de este extraño en la casa,
se niega a dejarse ver en absoluto y ni siquiera baja a las comidas. Desportes
cree que está molestando y quiere buscar alojamiento fuera, pero Sernenval se lo
prohíbe y le confiesa al fin las ridiculeces de su tierna esposa.
Perdonémosla -le decía el crédulo marido-, ella compensa esos defectos con tan
innumerables virtudes que ha conseguido mi indulgencia, y me atrevo a pedir
también la tuya.
- Encantado -contesta Desportes-, puesto que no hay nada personal contra mí,
todo se lo tolero y los defectos de la esposa de aquel a quien estimo nunca han
de ser a mis ojos sino respetables virtudes.
Sernenval abraza a su amigo y ya no se ocupan más que de placeres.
Si la estupidez de dos o tres cernícalos que desde hace cincuenta años dirigen
en París el gremio de las mujeres públicas, y en particular la de un pícaro
español que ganaba cien mil escudos al año en el reinado anterior con el tipo de
inquisición de que vamos a hablar, si el zafio rigorismo de esas gentes, no
hubiera concebido la ridícula idea de que obligar a esas criaturas a rendir una
cuenta minuciosa de aquella parte de su cuerpo que más solaza al individuo que
las corteja, constituye una de las mejores maneras de gobernar el Estado, uno de
los resortes más seguros del gobierno y, en fin, uno de los pilares de la
virtud, o de que entre un hombre que admira unos pechos, por poner un ejemplo, y
aquel otro que contempla la curva de una cadera, existe sin lugar a dudas la
misma diferencia que entre un hombre honrado y un bribón, y que el que cae
dentro de uno u otro de estos apartados -depende de la moda- tiene que ser por
necesidad el peor enemigo del Estado, sin todas estas zafias vulgaridades,
repito, no hay duda de que dos laudables burgueses, el uno con una esposa
timorata y soltero el otro, podrían ir a pasar una o dos horas, con toda
legitimidad, a casa de una de esas damiselas, pero con estas absurdas infamias
congelan el deseo de los ciudadanos, a Sernenval ni se le pasó por la cabeza
hacer a Desportes la menor sugerencia sobre esta clase de disipación. Este,
dándose cuenta de ello y sin sospechar los motivos, preguntó a su amigo por qué
le había propuesto todos los placeres de la capital y ni tan siquiera le habla
hablado de éstos. Sernenval echa la culpa a la impertinente inquisición, pero
Desportes se ríe de ella y declara a su amigo que a pesar de las listas de los
alcahuetes, los informes de los comisarios, las declaraciones de los alguaciles
y todas las demás modalidades de picaresca establecidas por el patrón sobre este
sector de los placeres del pueblerino de Lutecia, que, por encima de todo,
quiere ir a cenar con unas rameras.
- Escucha -le contesta Sernenval-, me parece muy bien, incluso te serviré de
introductor como prueba de mi filosófica manera de pensar sobre esta materia,
pero por una delicadeza, que espero no vayas a censurar, por los sentimientos
que al fin y al cabo debo a mi mujer, y que no puedo traicionar, me permitirás
que no participe en tus placeres, yo te los procuraré, pero no pasaré de ahí.
Desportes se burla un poco de su amigo, pero viéndole decidido a no dar su brazo
a torcer, lo acepta y salen.
La célebre S... fue la sacerdotisa del templo en el que se le ocurrió a
Sernenval inmolar a su amigo.
- Lo que necesitamos es una mujer de confianza -dice Sernenval-, una mujer
honrada; este amigo para el que solicito vuestros cuidados, va a quedarse muy
poco tiempo en París, y no le gustaría tener que dar malas referencias en su
provincia y que vos perdierais allí vuestra reputación; decidnos con franqueza
si tenéis eso que le hace falta y que bien sabéis que ha de hacerle disfrutar.
Escuchad -contestó la S. J.- me doy perfecta cuenta de a quién tengo el honor de
dirigirme, no suelo engañar a gente como vos, voy a hablaros, pues, como mujer
franca y mis actos os demostrarán que en efecto lo soy. Tengo lo que buscáis,
sólo falta fijarle precio, es una mujer adorable, una criatura que os ha de
cautivar tan pronto como la oigáis... En fin, lo que nosotras llamamos un bocado
de monje, y bien sabéis que esa clase de gente son mis mejores clientes que no
les doy lo peor que tengo... Hace tres días el señor obispo de M. me dio por ella
veinte luises, el arzobispo de R. R. pagó cincuenta ayer y esta misma mañana me
ha proporcionado otros treinta del coadjutor de... Os la ofrezco por diez,
señores, y, para seros sincera, esto por merecer el honor de vuestra estima,
pero hay que ser puntuales en el día y la hora, pues está sujeta a su marido, un
marido tan celoso que no tiene ojos más que para ella; como sólo dispone de los
ratos en que consigue zafarse, no hay que retrasarse ni un minuto en la hora que
señalemos...
Desportes regateó un poco; ninguna ramera cobró en su vida diez luises en toda
la Lorena, pero cuanto mas insistía, más se le elogiaba la mercancía; por fin
aceptó, y el día siguiente, a las diez en punto de la mañana, fue la hora
escogida por la cita. Sernenval no deseaba tomar parte en esta aventura, ya que
no era tan sólo ir a cenar, y por eso habían elegido esa hora para Desportes,
prefiriendo despachar temprano el asunto para poder consagrar el resto del día a
deberes más importantes que cumplir. Llega la hora, nuestros dos amigos se
presentan en casa de su encantadora alcahueta, un gabinete iluminado únicamente
por una luz tenue y voluptuosa alberga a la diosa a la que Desportes va a
ofrecer su sacrificio.
- Dichoso hijo del amor -le dice Sernenval, empujándole hacia el santuario-,
corre a los voluptuosos brazos que hacia ti se tienden, y sólo después ven a
darme cuenta de tu placer; yo me alegraré de tu felicidad y como no he de
sentirme celoso ni por asomo, mi alegría será, por tanto, mucho más pura.
Nuestro catecúmeno entra, tres horas enteras apenas son suficientes para su
homenaje; por fin sale y asegura a su amigo que no había visto en toda su vida
nada parecido y que ni la mismísima madre del amor le habría hecho gozar de
aquel modo.
- ¿Con que es deliciosa? -pregunta Sernenval medio inflamado ya.
- ¿Deliciosa? Ah, no podría encontrar ninguna expresión que pudiera darte una
idea de cómo es, e incluso en ese preciso momento en que toda ilusión es
aniquilada, sé que ningún pincel podría pintar el torrente de placer en que me
ha sumergido. A los encantos que ha recibido de la naturaleza, une un arte tan
sensual para hacerlos valer, sabe añadir un punto, una atracción tan auténtica,
que aún sigo sintiéndome como ebrio... Oh, amigo mío, pruébalo, te lo suplico,
por muy acostumbrado que puedes estar a las bellezas de París, estoy seguro de
que me reconocerás que ninguna otra vale en tu opinión lo que ésta.
Sernenval sigue firme, pero, no obstante, llevado de cierta curiosidad, ruega a
la S. J. que haga pasar a la joven por delante de él cuando salga del
gabinete... Le dice que muy bien; los dos amigos se quedan de pie para poder
verla mejor, y la princesa pasa llena de altivez...
¡Santo cielo, cómo se queda Sernenval cuando reconoce a su mujer! Es ella... Es
esa puritana que no se atreve a bajar por pudor delante de un amigo de su esposo
y que tiene la osadía de ir a prostituirse a una casa como aquella.
-¡Miserable! -exclama enfurecido.
Pero en vano intenta lanzarse sobre la pérfida criatura, ella le había visto en
el mismo instante en que la habían reconocido y ya estaba lejos del
establecimiento. Sernenval, en un estado difícil de describir, decide
desahogarse con S. J.; ésta se excusa por su ignorancia, y asegura a Sernenval
que hacia más de diez años, es decir, mucho antes de la boda del infortunado,
que esa joven venía acudiendo a su casa.
- ¡Esa maldita! -exclama el desventurado esposo, al que su amigo trata en vano
de consolar-. Pero no, es mejor así, desprecio es todo cuanto le debo, que el
mío la cubra para siempre y que con está prueba cruel aprenda que nunca se debe
juzgar a las mujeres, dejándose guiar por su hipócrita máscara.
Sernenval volvió a su casa, pero no encontró ya a su ramera, ella había hecho su
elección, él no se preocupó; su amigo, no deseando imponer su presencia después
de lo ocurrido, se despidió al día siguiente, y el infortunado Sernenval, solo,
desgarrado por el odio y por el dolor, redactó un «inquarto» contra las
esposas hipócritas que nunca sirvió para corregir a las mujeres y que los
hombres no leyeron jamás.

 

 

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