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El Rincón del Diablo

Tema homosexual en la literatura cubana de los 80 y los 90: ¿renovación o retroceso?

Tema homosexual en la literatura cubana de los 80 y los 90: ¿renovación o retroceso?

 

Alfredo Alonso Estenoz

Casa de las Américas

 

La crítica acerca de la literatura de tema homosexual escrita en Cuba después de1959, suele tomar como punto de partida -y acaso como única referencia- el relato de Senel Paz "El lobo, el bosque y el hombre nuevo" y la película a la que este dio origen. La elección puede entenderse si tenemos en cuenta que ambas obras sirven de resumen al debate sobre la homosexualidad dentro de la Revolución Cubana. Dicho debate se centra en la pregunta de si los homosexuales tienen derecho o no a formar parte activa de una sociedad de nuevo tipo, o si su condición sexual contradice los principios en los que esta busca asentarse.

La polémica contenida en "El bosque..." tuvo, sin embargo, antecedentes en la literatura cubana de finales de los 80, y es por ello que puede hablarse de resumen (aunque este, como veremos, haya sido adecuado sólo hasta un momento). La crítica coincide en que 1988 fue el año del resurgimiento del tema homosexual en nuestra literatura. En esa fecha se publican dos textos claves: «¿Por qué llora Leslie Caron?», cuento de Roberto Urías,1 y «Vestido de novia», poema de Norge Espinosa.2 Espinosa había obtenido ese año el premio de la revista El Caimán Barbudo con un libro en el que se incluía ese texto. La expectativa no literaria que ambos textos despertaron, por supuesto, influyó en su fortuna. Por primera vez desde 1959 se publicaban textos que situaban a un sujeto homosexual como centro del conflicto; vale decir, no era un personaje más o un subtema dentro de una trama más amplia. Pero no sólo eso: también ese sujeto era visto con una carga de positividad hasta entonces ausente. La mirada se emitía desde este tipo de personaje, a diferencia de los años 60, en los que el control del relato estaba en manos de un narrador heterosexual, con el poder de su lado. Este podía reconocer la angustia del otro, pero no defenderla corriendo todos los riesgos.

En el caso del texto de Urías, el narrador protagonista no sólo es homosexual sino que se trata de una loca. Para colmo, una loca no integrada socialmente, "una bella parásita" -así se autodefine-: no trabaja, dejó los estudios, la familia lo mantiene. Su angustia reside en que no sabe qué hacer con su vida: no porque se halle indeciso en cuanto a su identidad, sino porque el medio social le es totalmente adverso y le impide toda acción. El personaje cuestiona un sistema de vida (heterosexual, aprobado socialmente) que puede ser más corrupto que aquel que le atribuyen. La pasividad del protagonista es total: se encuentra inmóvil en el centro del relato, narrando únicamente su angustia. No puede tomar ninguna decisión: sólo lamentarse, pues el contexto le impide dirigirse hacia un lugar o hacia otro.

El poema de Espinosa, por su parte, refiere el conflicto de un adolescente afeminado, cuya sexualidad no resulta ser aún lo más importante por el momento. Se trata del clásico muchacho raro, queer, que se halla diferente ante un contexto que valida las posturas definidas. Igualmente el protagonista no sabe hacia dónde dirigirse, y el poema se estructura sobre la base de continuas preguntas sin respuesta: "con qué ojos / con qué espejos va a mirarse este muchacho", para cerrar con las mismas interrogantes que le dan inicio, con lo que se refuerza la condición de círculo vicioso, inquebrantable. A diferencia de la inmovilidad de Leslie Caron, este adolescente huye, pero ambas actitudes están determinadas por la incongruencia con el medio social. Espinosa introduce uno de los tópicos asociados al tratamiento de la homosexualidad: el derecho a ser extraño frente al predominio de lo sexualmente definido. Con ello, vuelve sobre un enfoque recurrente en los años 60: el del sujeto que, por sus características físicas (entiéndase también, sexuales), es incapaz de insertarse en la dinámica viril del momento. Tal perspectiva estuvo presente todo el tiempo en la llamada narrativa de la violencia, protagonizada por autores como Eduardo Heras León, Norberto Fuentes y Jesús Díaz.

En la reivindicación de características que no pueden suprimirse mediante el único entrenamiento de la voluntad, Espinosa acude al lado edípico de su personaje. Es curioso cómo, algunos años después Diego, protagonista de "El lobo, el bosque y el hombre nuevo", le reprochará a David su sanidad en los siguientes términos: "A ustedes [los revolucionarios] la vida les es fácil: no padecen complejos de Edipo, no les atormenta la belleza, no tuvieron un gato querido que vuestro padre les descuartizó ante los ojos para que se hicieran hombres."3 La defensa de lo raro hecha por Espinosa haya eco en otro texto de obligada referencia: el poema "Desnudo frente a la ventana" (1990), de Abilio Estévez. Aquí el hablante del poema enfatiza su diferencia frente a un código de conducta asociado a la virilidad que supone lo militar. Estévez escribe:

En ti todo es grato. No están en cambio, el miedo y la vergüenza. Ni aquella tarde

en que pude mirarme en el espejo y descubrir la diferencia entre mi brazo y el

brazo de mi padre, entre su paso militar y el mío leve, paso que no se escuchaba. 4

Para comprender más ampliamente el texto de Espinosa, es necesario recurrir al

exergo que lo encabeza, un fragmento de la «Oda a Walt Whitman», de Federico García

Lorca:

Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,

contra el niño que escribe

nombre de niña de su almohada,

ni contra el muchacho que se viste de novia

en la oscuridad del ropero.

 

Quien conoce el texto de Lorca, sabe contra quién el poeta levanta su voz: contra la loca, el pájaro, o como queramos llamarle a ese modo de asumir la homosexualidad. No los recrimina por su condición sexual, sino por la naturaleza superficial y, según manifiesta el poema, contaminante de toda pureza. A ellos opone el camarada amistoso que acompañaría a Whitman, como éste soñaba. Señalo este particular porque tal visión estará presente en el tratamiento del tema a lo largo de los 90 y planteará una serie de exclusiones de este sujeto en base a la dicotomía deber/deseo.

Volviendo al texto de Urías, encontramos en él otro tópico que surgiría conjuntamente al que nos ocupa: el homosexual como reflejo de contradicciones dentro del sistema político vigente. Víctor Fowler, en un libro que constituye un primer intento en Cuba de sistematizar las obras de tema homosexual o con referencias a él, ha definido adecuadamente los dos campos predominantes: uno en el cual el homosexual, inscrito en situaciones que operan como metáforas de la macro-historia, sirve como vehículo para discutir aspectos del proyecto revolucionario, y otro en donde asistimos a una problemática inter-grupal, a un drama íntimo focalizado en la salida al espacio público o en el autorreconocimiento de la identidad.

El homosexual de Urías se ubica en el primer grupo; el de Espinosa, en el segundo. Poco después de editados estos dos textos, la temática fue apareciendo con más frecuencia y su tratamiento se fue complejizando. En 1990 se publica el relato «El cazador», de Leonardo Padura,6 y al año siguiente en ya mencionado «El lobo, el bosque y el hombre nuevo», de Senel Paz. La cantidad de textos sobre esa temática fue tan grande que hicieron creer que el homosexualismo se había puesto de moda, acontecimiento dirigido a la búsqueda de un mercado, no sólo nacional, aunque también a una renovación temática. El entusiasmo de la crítica fue tan repentino que llegó a creerse que por primera vez ese tema aparecía en nuestra literatura.7 Sin embargo, tal entusiasmo desconoce toda una tradición literaria cubana que ha abordado, de una u otra forma el tema, en muchos casos con un nivel de complejización mayor que el propuesto por los autores jóvenes. Por otra parte, la sorpresa de muchos críticos y lectores estuvo condicionada también por un largo período de silencio al respecto, cuando, desde finales de los 60 hasta mediados hasta finales de los 70, la homosexualidad fue estigmatizada oficialmente.

Que estos temas aparecieran nuevamente en la literatura cubana significaba, ante todo, un desafío a esa estigmatización. Más aún cuando eran presentados con rasgos positivos, cuando de posibles héroes o de héroes enmascarados (como aparecieron en varios relatos de Norberto Fuentes y de Eduardo Heras León), pasaban a héroes evidentes y positivos. Tal positividad se encarna, en «El cazador», en el halo de simpatía que el narrador intenta despertar hacia el personaje. En un inicio se le ve maquillándose ante el espejo, deseando tener lo que no le concedieron (ser biológicamente una mujer), pero luego se quita violentamente el maquillaje. Sus gestos, al vestirse, son más bien masculinos. Porque no estamos ante una loca (como sugiere el inicio del texto), sino ante un homosexual medido que busca relaciones estables en las que el afecto sea lo primero. Detesta a las locas, por razones similares a las de Lorca. No le interesan los contactos efímeros, con los que suele asociarse también el mundo homosexual. Su caza se ve frustrada por un medio predominantemente heterosexual, ajeno a las relaciones que él busca. Su ideal, Anselmo, el hombre con quien tuvo anteriormente una relación, se ha casado con una mujer. En el texto abundan los estereotipos con respecto al tema homosexual: la dicotomía hombre/mujer: ser homosexual significa no estar de acuerdo con la condición biológica de hombre, y sufrir por ello. Si el hombre activo busca en el homosexual pasivo una satisfacción típicamente masculina, entonces la mujer puede desplazar al homosexual sencillamente porque en ella los atributos de feminidad son naturales, al tiempo que ofrece la oportunidad de construir una familia con hijos. El cuento concluye con la depresión total del personaje y la sugerencia de un suicidio. La síntesis, como decíamos, del acercamiento al tema que nos ocupa la hallamos en «El lobo, el bosque y el hombre nuevo». En él no se trata sólo de despertar nuestra simpatía sino de hacer explícito el debate. En Diego confluyen las tres cosas que estaban prohibidas ser durante la década del 70: homosexual, religioso y cuestionador (démosle a esta palabra sólo el sentido del que se hace preguntas) del sistema. Constituye una conjunción demasiado violenta. Sin embargo, busca reivindicar la homosexualidad desde el punto de vista político. Quiere hacer saber que su condición sexual no le impide ser, a su modo, revolucionario, y su patriotismo y su devoción por la cultura cubana (se autodefine como «patriota y lezamiano») están por encima de las urgencias de un proceso histórico determinado. Se compara con los revolucionarios en el sentido de que él también antepone el Deber al Deseo, uno de los rasgos con que aquéllos siempre se definen. Su Deber es la cultura nacional. Al ofrecer una clasificación de los homosexuales, se ubica entre los que pueden contenerse, la primera categoría. La última la ocupan las locas de carroza, sólo precedidas por las locas a secas, a las que odia por «fatuas y vacías», y de las que afirma que, si invirtieran el tiempo en hacer algún trabajo socialmente útil, ya estaríamos llegando al comunismo o al paraíso. ¿El propio Diego cae en una discriminación de ese tipo de homosexual basada en consideraciones sociales? Los maricones entran en una categoría intermedia entre los homosexuales y las locas. Diego explica que al homosexual se le estigmatizó por considerar que su naturaleza era «sobornable y traicionera», al juzgarlos incapaces de resistir los impulsos sexuales.

Como vemos, su definición de la homosexualidad no es sexual, sino política, por lo que el sexo es un pretexto para abordar otras cuestiones: la necesidad de incluir a todo el mundo en un proyecto social que se ha propuesto la igualdad. Su relativización de la homosexualidad vinculada al deseo irresistible la hace cuando observa que las clasificaciones citadas funcionan también para los heterosexuales: en los hombres, la escala más baja la ocupan los que denomina picha-dulce (que pueden ir al correo, por ejemplo, y por el camino meterle mano a cualquiera, «incluso a una de nosotras», sólo porque no pueden resistirse); y, entre las mujeres, las putas que tienen relaciones sólo por placer. Sin embargo, su visión sigue siendo estática, ya que finalmente apuesta por la imposibilidad de que esos dos mundos se intercambien. En la película Fresa y chocolate, esa incontaminación se refuerza con la introducción de un personaje, Nancy, que quiere dejar fuera toda duda con respecto a la sexualidad de David.

Estereotipos, contradicciones, politización, exclusiones finales. Habría que esperar a la aparición, en el reciente 1998, del libro de relatos Cuentos frígidos. Maneras de obrar en 1830, de Pedro de Jesús López,8 para que apareciera un sujeto homosexual que se expresara libremente, cuyo conflicto central no fuera su homosexualidad y que no desapareciera al final del relato. Los narradores de Pedro de Jesús, en su mayor parte en primera persona, relatan desde una subjetividad gay que se expresa en su totalidad. La diferencia con los textos anteriores y con otros publicados en los 90, es que la homosexualidad de los personajes no constituye su conflicto central ni el dilema se estructura alrededor de su condición. Importan más la soledad de muchos de sus personajes, la incongruencia entre las ideales y la realidad, la trivialidad y lo efímero de los encuentros, la búsqueda de compañía, los peligros que puede entrañar el deseo incontrolado. La imposibilidad de establecer una identidad sexual fija es otro de los temas del libro, pues los personajes intercambian roles, desafían estereotipos. Nos encontramos ante una subjetividad homosexual enunciada desde dentro, desde un narrador en primera persona y, como en los textos anteriores, desde una mirada heterosexual. Tampoco hay una defensa a ultranza de la sensibilidad gay ni esta aparece de algún modo ideologizada. La homosexualidad es el escenario natural donde ocurre una serie de historias que, aunque con un fuerte componente (homo)sexual, tratan una diversidad de cuestiones. Por otra parte, la ausencia de motivaciones y reivindicaciones políticas marca también un punto de giro.

Otro caso significativo lo constituye la narrativa de Ena Lucía Portela, quien, antes de aparecer su libro de relatos Una extraña entre las piedras,9 había publicado cuentos de tema homosexual, ha publicado ya dos textos sobre el tema, ya estudiados por la crítica. Me centraré en el relato que da título al volumen: cuenta las peripecias de una cubana recientemente emigrada Nueva York y que se inserta en una comunidad lesbiana. La peculiaridad reside en que por primera vez se asume la homosexualidad desde una perspectiva consciente de género. El modo de vida y las referencias de los personajes son eminentemente lesbianos, aunque la autora cuestiona constantemente los estereotipos que suelen darse en ese medio. Sombra, su pareja, es una «feminista radical» con un «extraordinario, yo diría que hasta susceptible, sentido de la dignidad gay», pero, al mismo tiempo, «una de esas mentalidades totalitarias que temen a la risa, las parodias, la ironía, la retórica negra y los juegos de palabras», todo lo que, según la narradora, conforma la «sustancia pulp». Ésta no significa aquí la literatura de baja calidad, básicamente policial, ni tampoco lo trivial, sino de un equivalente de lo posmoderno, donde las identidades fijas e inamovibles son cuestionadas. Sombra representa esa identidad férrea, moderna, mientras que Nepomorrosa, la siguiente relación de la narradora, encarna lo pulp, lo queer, palabra que, aunque ausente en el relato, resulta particularmente enfática. Hacia el final del texto se admite que «la sustancia pulp, en efecto, había venido a complicar los múltiples sentidos de la mirada gay, de manera tal que a veces ni siquiera podíamos reconocernos. Se había perdido la pureza y no era raro que la gente straight quisiera, como quien dice, probar».

En el relato, al igual que en el libro de Pedro De Jesús, la aceptación de la identidad homosexual no constituye en sí un dilema. Ése es el contexto, la mentalidad en que se mueven sus personajes. Los conflictos se generan en otra zona: el cuestionamiento de una identidad que suele erigirse por oposición a otra. Lo que importa es cómo ese mundo también genera enfrentamientos que en muchos casos tienden a reproducir los patrones heterosexuales: dominación, falta de intercambio, estereotipos. Por otra parte, a la autora no le interesa asociar sexualidad y política. La narradora declara que «no tenía problemas políticos ni económicos demasiado serios; en realidad no tenía problemas, [...] emigraba como los pájaros, por razones de clima». En ambos autores se observa una voluntad explícita de suprimir las condicionantes políticas ligadas al sexo. Mostrar un tipo de sexualidad pasa a un segundo plano, mientras que al primero saltan la escritura y las complejidades composicionales y discursivas.

Pedro de Jesús y Ena Lucía Portela representan la continuidad con (y el rescate de) una manera de representar al sujeto homosexual en Cuba ajena a consideraciones circunstanciales y a reivindicaciones que pueden leerse como un primer momento del emergencia de una sensibilidad homosexual. En este sentido, rescatan para nosotros lo mejor de una tradición cubana que cuenta con obras como El ángel de Sodoma, de Alfonso Hernández Catá, Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, Paradiso, de Lezama Lima, o la narrativa de Severo Sarduy y la de Reinaldo Arenas. En esa tradición, la homosexualidad constituye en sí el centro de la discusión y los conflictos y no una vía para discutir cuestiones de otro tipo.

La eclosión de literatura homosexual en Cuba, antes de estos dos narradores, acaso tenga un valor más histórico que estético, en el sentido de traer de nuevo a la palestra pública un tema silenciado. Pero en ese esfuerzo por reanimar la presencia de un tipo de sujeto entre nosotros, la reducción y la simplificación con que en muchos casos fueron tratados no sólo atenta contra la representación del sujeto homosexual sino contra el hecho estético mismo, al reducir la intensidad y la complejidad de los textos. Con ambos autores se abre la posibilidad de abordar el tema homosexual sin que medien cuestiones ajenas a la problemática misma, por lo que hacer uso de él con otros fines (ya sea para debatir otros asuntos, para hacer llamados a la tolerancia, o para reafirmar militantemente una identidad) representaría un retroceso.

 

 

 

1 Roberto Urías: «¿Por qué llora Leslie Caron?», Letras Cubanas, julio-septiembre de 1988

2 Norge Espinosa: «Vestido de novia», Rolando Sánchez Mejías (comp.): Mapa imaginario. 26 nuevos poetas cubanos, La Habana, Embajada de Francia e Instituto Cubano del Libro, 1995.

3 Senel Paz: "El lobo, el bosque y el hombre nuevo", Unión, La Habana, a. IV, No. 12, 1991, p. 36.

4 Abilio Estévez: "Desnudo frente a la ventana", Casa de las Américas, No. 181, julio-agosto de 1990, p. 74.

5 Víctor Fowler: La maldición. Una historia del placer como conquista, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1998, p.144.

6 Leonardo Padura: «El cazador», La Puerta de Alcalá y otras cacerías, Madrid, Olalla Ediciones, 1998. Leonardo Padura: «El cazador», La Puerta de Alcalá y otras cacerías, Madrid, Olalla Ediciones, 1998.

7 Cf. Arturo Arango: «Los violentos y los exquisitos», Letras Cubanas, julio-septiembre de 1988.

8 Pedro De Jesús: Cuentos frígidos. Maneras de obrar en 1830, Madrid, Olalla Ediciones, 1998.

9 Ena Lucía Portela: Una extraña entre las piedras, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1999.

 

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