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El Rincón del Diablo

Árbol Genealógico

Árbol Genealógico  

¿Qué es lo prohibido?:
"La sociedad no prohíbe más que lo que ella misma suscita."
Levi-Strauss

 

No sé en qué momento me comenzaron a interesar las nalgas de los niños. Desde que los curas, lo senadores, los políticos exhibían sus miradas huidizas en la pantalla de televisión. Pensaba en la curvatura de sus traseros desde que los diarios de vida infantiles eran pruebas fidedignas en los tribunales. Nunca antes había sentido una palpitación por esos cuerpos incompletos. Pero todo el tiempo bombardeado con "las erosiones de 0.7 centímetros en la zona bajo del ano". O, con la frase en el periódico "a los chicos reiteradamente violados se les borran los pliegues del recto". Y en la radio, la brigada de delitos sexuales alertando a la población sobre las conductas cambiantes en los niños y el examen periódico de sus genitales. Los niños del país con los pantalones y las faldas abajo. Y el servicio médico legal ratificando las denuncias después de los peritajes físicos. Mi hija Teresa miraba de reojo esas noticias y se paraba incómoda. Llevábamos cinco años viviendo solos desde que su madre se había ido. Mi hija no dijo ni preguntó nada. Nunca supe si ambas habían hablado la noche anterior. Nadie que hace su maleta y cierra la puerta de esa determinada manera, regresa. Apenas se insertó la lengüeta en el picaporte y sus pies sigilosos rozaron el piso de baldosas. No quise mirar por la ventana, saber si la esperaba un auto, o un taxi o si caminaba sola por la vereda. Teresa tenía nueve años. Quitó todas las fotos de ella y sin que yo le pidiera asumió el rol de dueña de casa. "Que falta esto, lo otro, hemos comido demasiada carne". Lo demás siguió igual: sus amigos, la escuela, sus gustos. Una chica estudiosa, tímida, que dibujaba mirando las montañas y el papel.

Desde hace un tiempo Teresa espía mi mirada cansada con un brillo especial. Se esmera más en la comida y decidió que la persona que la cuidaba no se quedara más a dormir.

- ¿Por qué diste esa orden? - inquirí molesto.

- Ya estoy grande, no necesito que nadie me vigile de noche.

- No estoy de acuerdo, a veces llego tarde...

- Me gusta estar sola.

- Es peligroso.

- Hay un guardia en el pasaje y tenemos un perro.

 

Las cosas continuaron extrañas. Ahora cuando invitaba a alguna amiga a tomar un café, se encargaba de merodear y hacer ruidos extraños a través de los tabiques. Justo cuando comenzaba a tener deseos de conocer a otras mujeres. Una vez le di un timorato beso a una compañera de trabajo en el sofá. Era una mujer fresca, madura y dulce. Cuando estaba despegando mis labios de los de ella vi el ojo de mi hija en medio de una ranura de la pared. Era un ojo cíclope. Contuve el grito de espanto e inventé una excusa para llevar de vuelta a mi invitada a su casa.

Teresa se vestía distinto, se maquillaba de modo exagerado. Si llegaba a casa vestida de escolar cuando yo estaba ahí, corría por los pasillos a cambiarse de ropa. Aparecía arreglada en la sala de estar. No sé cuándo ni con quién aprendió a delinearse los ojos, a rellenar sus labios con capas de colores hasta dejarlos entre abiertos. De todos modos su ropa infantil, su cuerpo de niña se veían algo grotescos en esa máscara de adulta. Pasaba por mi lado rozándome, se sentaba en mis rodillas cuando leía el diario y acomodaba sus caderas entre las mías. No sabía cómo manejar la situación, era una niña, era mi hija.

- ¿Qué quieres?- le dije un día molesto.

- Nada, verme bonita, bonita para ti.

- No me gusta que te pintes tanto.

- Como tú quieras. - Caminó indiferente a su pieza.

Esa noche regresé tarde, intentaba retomar el romance con mi compañera de trabajo y salimos a tomar algo. Había sido una linda noche. Algo mareado me senté en la cama y ahí estaba Teresa, con una camisa ligera, el pelo escarmenado, la cara limpia y perfumada.

- Te extrañaba.

- Sí, yo también, pero es tarde. Anda a tu pieza. - dije con la cabeza entre las manos.

- No puedo dormir.

- Sí puedes, sino lee un libro.

- No puedo.

- ¿Qué es lo que quieres?

- Dormir contigo.

- Las hijas no duermen con sus padres. Tienes tu pieza, tu cama.

- No quiero dormir sola.

- Está bien. Quédate por esta vez.

Me acosté en un borde de la cama, cuidando no tocarla. Le di la espalda. Me dio la impresión que no cerró los ojos en toda la noche. Al despertar giré y ahí estaban sus pupilas abiertas, fatigadas, fijas en mí. Me afeité pensando una serie de cosas. Y ella seguía observándome desde el canto de la puerta, todavía en su camisa de dormir, acariciándose un mechón de pelo.

- ¿Qué pasa?

- Nada, me gusta ver cómo te afeitas.

- Es muy aburrido.

- No, me gusta mirar cómo estiras el cuello, cómo arqueas las cejas; ladeas la cara y pasas la navaja.

- ¿Vas hoy a clases, verdad?- pregunté inquisitivo.

- No, comenzaron las vacaciones. No tengo clases hasta marzo.

- ¿Y qué piensas hacer todo ese tiempo? ¿Quieres tomar alguna clase? Dime y te acompaño. Saldremos de vacaciones unas semanas a fines de febrero.

 

Era absurdo pero me sentía acosado por mi propia hija. Me la imaginaba como un animal en celo que no distinguía a su presa. Se arrastraba por las paredes con el pelaje erizado, el hocico húmedo, las orejas caídas. Cómo decirle sin ofenderla que se buscara un muchacho, un novio. Sus signos corporales de lascivia me angustiaban. Se subía la falda, se agachaba a tirar la basura dejando a la vista sus pequeños calzones. Ahora usaba sostenes y se los acomodaba frente a mí. Era una hembra, desperdigando hormonas por la casa. Marcando su territorio y cercándome a mí dentro de él. No sé si era bueno o malo, pero Teresa no se parecía en nada a mi ex mujer. Es más, era una versión femenina de mi rostro anguloso. Una vez escuché que estuvo horas revolviendo cosas en el entretecho. Al día siguiente me esperaba vestida con ropa de su madre. Reconozco con pudor que la imagen me perturbó tanto que la abofeteé. Quedó estupefacta con su mejilla magullada y sus ojos muy abiertos. Salí a tomar aire y regresé cuando estaba dormida sobre la cama tras un evidente ataque de llanto.

 

El verano transcurrió pesado, mientras ella se abocaba a una misteriosa investigación. Navegaba horas y horas en la red imprimiendo documentos, saltando de un sitio a otro. Los noticieros mostraban cómo el poder judicial anunciaba sobreseídos al senador, al empresario, al cura. Todos pidiendo libertad provisional, dejando sus causas amparadas bajo la inercia estival. Todos apelando a su inocencia, a la confusión de sus gestos cariñosos. Porque el político defensor de los menores, el cura consagrado al cuidado de los niños y el empresario caritativo habían hecho tanto por los niños en riesgo social. Entonces cómo explicarse lo de los niños con los genitales desfigurados. Cierta noche mirábamos la entrevista realizada a uno de los supuestos pederastas. Al ser consultado si tuvo sexo con una lista de menores en la que se detallaban iniciales y edades, el inculpado respondió con displicencia: "Sí, con todos los que se ha mencionado". Y agregó: "Yo era una persona tremendamente sola en esa época, y de alguna manera pagaba servicios para estar acompañado". Teresa musitó entre dientes con terror una frase que nunca olvidaré:

- Vámonos, antes que lleguen aquí.

No era fácil escapar. Yo seguía trabajando en reemplazo de que quienes iban saliendo de vacaciones en una oficina de propiedades y no lograba hacer dinero extra. Para mi turno un compañero solidarizó prestándome una cabaña en una playa no muy frecuentada. No logré que Teresa invitara a alguna amiga pese a mi insistencia. Llegamos a una modesta casita en medio de un bosque de pinos. En su interior había una silla en la esquina, una cama dividiendo la pieza en dos, un armario de madera con las puertas medio abiertas y un gran espejo colgando de la pared. Ya en la tarde Teresa había ordenado todo a su manera, saturando los cajones con poleras mal dobladas y ropa de invierno. Había venido para quedarse. En ese momento recorrí la habitación buscando una salida pero ya era tarde.

Esa noche no fui capaz de esquivar su seducción. Nos hundimos en el colchón. Yo sobre ella mirando esos ojos grises, que eran mis ojos grises. Mientras la besaba sentía que me estaba besando a mí mismo. Me estaba acariciando en los huesos marcados, estaba chocando contra mi propia nariz aguileña, calcando mi frente estrecha. Envidiaba en ella su juventud y su feminidad. Las palmas más suaves que las mías, tenía miedo y no tenía; tenía más miedo del que creía tener. Una pierna dormida se escapó en medio de un crujido de huesos, y ella me decía "ven, más, más cerca". De pronto miré la masa amorfa de nuestros cuerpos en el espejo de la pared. Me vi con las cuencas de los ojos vacías. Lancé un zapato para destruir la imagen pero no nuestro abrazo. Trozos de cristal quebrado en mil partes. Pedazos irregulares, vidrio molido esparcido entre las caricias. No más testigos, ni el azogue ciego. Ahora el secreto estaba por escribirse dentro del espejo.

Cuando tenía sexo con Teresa ella no era mi hija, era otra persona. Yo no era su padre, era un hombre que deseaba esa piel joven y dócil. Un hombre abocado a la tarea de hacer madurar este cuerpo ambiguo, entre infantil y adulto. Un escultor dedicado a cincelar su imperfecta figura, sus parciales miembros, sus extremidades toscas. Me esmeraba en hacer adelgazar su cintura, oscurecer su pubis, estilizar la curva del cuello, contornear sus pantorrillas. Quería sacar toda la mujer que había en esta púber en ciernes. No, no era mi hija, era la misión plástica de amoldar sus senos puntiagudos, de dotar de sensualidad sus estrechas caderas, sus movimientos torpes. Dejar atrás todo el espanto de la infancia e inaugurar pensamientos y gestos sofisticados. Ignoro qué pensaba ella, tal vez en acentuar los pliegues de mis ojos, revitalizar mi piel fatigada, reducir mi abdomen abultado.

Un día Teresa me entregó un dibujo: un árbol verde con un ancho tronco de gruesa corteza. Pensé que se trataba de los últimos resabios de su niñez. Pero cuando me puse los lentes y observé los detalles entendí lo que estaba tramando. Era un árbol frondoso, de un solo tronco desde el cual se desprendían muchas ramas de las que, a su vez, salían más ramas. En cada rama aparecía un cuadrado, con un nombre masculino en su interior, y un círculo con un nombre femenino. Las figuras geométricas se iban multiplicando en forma exponencial en las cuatro generaciones esbozadas.

- ¿Qué significa esto?

- Nuestro clan. Nosotros estamos en la base.

Miré su nombre y el mío en la figura correspondiente. Después la escuché. Teresa me sermoneaba citando la Biblia, afirmando que en un principio de todo fue el incesto. La sociedad comienza en una pareja fundante que procrea y que para dar paso a la sociedad debe transgredirse. El padre o la madre, según sea hijo o hija, deberán dormir con su procreado y engendrar un nuevo hijo o hija. Es un gesto necesario para que nazca una nueva sociedad.

- Una nueva sociedad... -musité

- Sí. Una nueva especie a partir de nosotros. Serás el padre y el abuelo de nuestra criatura. Es la maldición del origen pero es para un futuro mejor.

- ¿Y después?- pregunté entre confundido y absorto.

- Otro hijo, hasta dar con la niña o el niño que necesitemos para multiplicar esta nueva red de personas. Es un requisito de sobrevivencia. Hay que romper el triángulo y formar el cuarteto que seguirá fracturándose en nuevas formas geométricas. Dos hermanos originales copularán para dar paso a nuevos hijos que se multiplicarán sin distinguir tíos, primos, hermanos y sobrinos.

- Cállate, sólo tienes quince años.

- Pero he leído demasiado.

La secuencia argumental que encadenaba sus ideas me puso la piel de gallina. Había estudiado todos los factores. La consistencia de su plan me dejaba mudo.

- Nacerán todos enfermos, deformes, retrasados. ¿Esa es la nueva sociedad que quieres formar?- Atiné a decir.

Me miró furiosa a los ojos y aseveró.

- Son mitos, la endogamia no es necesariamente perjudicial para la herencia genética: aunque reduce la variabilidad, potencia características positivas. - Tomó el dibujo y habló más, no prestando atención a mi indocto juicio.

- Cada vez que tengamos un hijo, se ramificará el árbol y se hará más y más grande.

Mi hija encerrada en esa cabaña, vestida de paredes. Intento descifrar el mensaje de sus labios. No es una chica para esperar príncipes azules. Acerca su frente cubierta de sudor a la mía, las aletas de su nariz tiemblan. Se monta sobre mí, me fuerza las piernas. Con la boca casi pegada a la oreja encaja palabras febriles acerca de su plan: "más savia para los nuevos brotes". Su lengua sedienta por convocar nombres propios: Sebastianes, Carolinas, Ximenas, Claudios; un árbol genealógico con apellidos que se anulan unos a otros porque todos son Espinoza Espinoza. Yo, mil veces nacido en mis hijos, en mis nietos, sobrinos, primos. Su útero joven desinvernaría un feto cada nueve meses. Días cocidos a la espera de más niños. Y para ese entonces al hombre, tres veces tu edad, dos veces tu cuerpo, sangre de tu sangre; ya no le importaba mirarte largo a los ojos y detenerse en tu boca.

No regresamos a Santiago, armamos nuestro mundo ahí, un día miré a Teresa y era lógica la causa de su aumento de peso, de la curvatura de su pelvis. Esperamos a la criatura en paz, caminando entre cipreses y pinos alzando la vista hasta sus copas. Ella tomaba sol en una improvisada terraza mientras aumentaba el diámetro de su figura. Yo bajaba una vez a la semana al pueblo en busca de víveres. A veces compraba el diario y seguía el caso de los políticos, de los senadores, de los curas. Respiraba aliviado al estar lejos de todo eso. Pero no lo niego, "¿dónde queda la ciudad?", es la pregunta que temo mi hija pronunciará alguna vez en forma de soplido. Por ahora, pienso en el follaje, en esta vida bajo los árboles, contando las hojas perennes, acariciando las raíces añosas, cortando madera para el invierno. Presagiando cuándo las ramas que afirman este tronco dejarán que se quiebre en dos.

 


 

© Andrea Jeftanovic

De La Siega, la enciclopedia libre.

 

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