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El Rincón del Diablo

Los Cuatro de El Paso

Los Cuatro de El Paso  

Hubiera querido escribir esto escuchando Sargent Pepper o Revólver; cualquier disco de los vétales. Pero sólo la música de las esferas me acompaña esta noche, la misma música que me acompañaba por Yandehl, calle abajo, hasta llegar al edificio donde vivía Yuri. Yo le silbaba desde el estacionamiento, por la parte de atrás, y él  me decía, a través de su ventana, "ya salgo, espera". Cada uno con su pasaporte, seguíamos la ruta al puente fronterizo, rumbo a Juárez "number one". Yuri encendía un tronchito en el camino desolado y me lo pasaba de rato en rato hasta que ya no era posible despegarlo de sus dedos. Yuri, quien era muy bueno en armar los tronchos, era John Lennon, así lo habíamos decidido los cuatro una noche de juerga en casa de Alfonso, es decir, de Ringo Star. Alfonsotocaba piano y no sé cuántos instrumentos más, hasta tenía un diploma del conservatorio de música. Javier era Paul Mc Cartney, tocaba la guitarra y cantaba temas de Pedro Guerra. A mí, que no sabía tocar ningún instrumento y estaba ya muy ebrio para decir algo coherente aquella noche tequilera, no me quedó otra cosa que ser George Harrison (My Sweet Lord, Something, Bangla-Desh, etc.). Confieso que de niño me alucinaba Paul, el bonito, y muy melódico y dulce con Yesterday y Michelle, ¿cuántas horas no me habré pasado cantando sus canciones? Hasta los temas que cantaba John, en mi versión de la historia del rock, los pasaba para Paul. En la adolescencia rebelde me incliné por John, el contestatario, el de la voz droga con Lucy in the Sky With Diamonds y Across the Universe. Yuri, Javier, Alfonso y yo éramos, entonces, los cuatro de El Paso, de la maestría en la Universidad de El Paso para ser más exactos. Hasta llegamos al colmo de tomarnos una foto tipo la portada de Abbet Road, cruzando la pista en la puerta de mi departamento, otra noche de borrachera, aunque en nuestra versión fotográfica todos estábamos descalzos como Paul -de quien decían, aquellos días en que salió a la venta el disco (1969), que esa foto de Paul descalzo se debía a que había fallecido-. Ringo venía de Juárez, Paul de Chiahuahua, John de México D.F. y George de Lima (Perú).

Cruzábamos el puente (todavía se podían ver los graffitis abajo, en la ribera del Río Grande: la cara del Che, Gringos Go Home), Yuri me decía que le parecía increíble que en unos minutos ya podía pisar su territorio. Eso mismo sentía yo, que era de más al sur. Lo primero que hacíamos era entrar al primer antro a tomar una Corona. Yuri no conocía bien los sitios, era nuevo, había llegado recién a la Universidad aquel semestre. Yo lo llevaba a Juárez para matar el aburrimiento de El Paso. "Oye, güey, tú te conoces Juárez como la palma de tu mano", me decía asombrado. Ese bar al que entramos primero, doblando de la Juárez hacia la Mariscal, tenía una barra circular en el centro, y alrededor había mesas de billar donde los vaqueros mexicanos siempre jugaban sus apuestas. Yuri tenía anteojos pequeños y redondos, no era nada gratuito que fuera John, y además usaba el cabello largo que siempre lo llevaba amarrado con cola. Estábamos haciendo planes para probar peyote y seguir las enseñanzas de Don Juan, según lo dictado a Carlos Castaneda, hasta que en la rockola pusieron a Marco Antonio Solís. Entonces Yuri empezó a hablarme de aquel cantante. Curiosamente yo recién sabía quién era aquel baladista y me había empezado a gustar, sobre todo, un par de canciones que escuchaba en la radio esos días (No hay nada más difícil que vivir sin ti, y la otra que también cantaba Olga Tañón). Yuri era un viejo fan de aquel cantante con look a lo Jesucristo Super Star, lo había seguido desde sus tiempos en los Bukis: "No mames, güey, es un cantante de putamadre", me replicaba sin que yo lo hubiera objetado. "Salud, compadre", le ponía mi vaso en alto. Acabábamos de tomar un par más de botellas de cerveza y seguíamos por la avenida Mariscal. Yuri con su jean azul, su polo blanco y sus zapatillas (o tenis) blancas, con su andar ligero, se detenía a comprar una cajetilla de cigarros, ya que en México estaba más barato que en Texas.

La música estridente salvia de los antros donde chicas semidesnudas bailaban sobre las barras o en las pistas con un tubo al centro. "Pásele, pásele", nos decían los tipos de las puertas. Ah "Princesitas Night Club Drivers", "Club extranjero", "Virginias", "La Madelon Discoteque", "Las Vegas", "Bar Faustos", "Queens", "Mona Lisa", "Bar Chavacan Salón Baile", "Rancho Grande Salón Bar GoGo Girls", "Irmas Bar Club", "Juniors", "Eduardos", "Acapulco". Yo ya sabía cuál era el mejor y cuál era el peor. Entramos al "Bar Faustos". Yuri pide una TKT y yo una Carta. Una muchacha algo gorda, con el fondo de Hotel California de The Eagles, baila en torno a un tubo que hay en el centro del escenario. Da vueltas agarrándose con la mano izquierda al tubo, juntando los pies, luego flexionando las piernas y echándose atrás los cabellos; después se sujeta con las dos manos y empieza a menear el trasero mientras se agacha lentamente; también da un salto y se cuelga del tubo para, inmediatamente, descender dando vueltas rápidas como un trompo. Yuri me contaba que estaba escribiendo una novela sobre el narcotráfico, se basaba en parte en la vida de El Señor de los Cielos, decía que era falso lo de la muerte de aquel famoso narco. Y me explicaba su plan. Yo le decía que estaba escribiendo unos poemas sobre este desierto, sobre la cuestión de los "mojados" y el amor dantesco. Luego él me contaba del D.F., "tienes que ir, allí tienes mi depa, güey", me invitaba una y otra vez. La muchacha que bailaba en ese momento nos sonreía coquetamente. Una canción más, una botella más. Y seguíamos en nuestro mágico y misterioso tour hacia los antros de la frontera.

Llegábamos a la "16" -el club más lejano pero el que más le gustaba a Yuri- ya medio pedos, luego de salir de la Mariscal , doblando la Juárez y caminando varias cuadras de la 16 de Setiembre. Allí no bailaban, pero las meseras eran muy bonitas, las mejores, y conversaban más. A ese local nos había llevado hacía poco Antonio, caserito del club, ex estudiante de la maestría, originario de Chiapas, más conocido como el "chiapaneco". En la "16" la hacíamos con Cuba Libre, con el buen ron, y abarato, que vendían allí. Mariana y Lupita no se dejaban convencer para salir algún día con nosotros. (Mariana me dijo días después, la semana siguiente, en que fui solo, que sí habían aceptado para salir con los dos, que habíamos quedado para encontrarnos en tal sitio y hora, y que, según ella, nosotros las habíamos dejado plantadas). Salimos del local bien borrachos. ¿Qué nos íbamos a acordar de sus promesas de amor? Comimos unos tacos y burritos en el Taco Tote. Era tarde, como tenía que ser para regresar a la oquedad de El Paso. En la Juárez nos cruzábamos con muchos "nacos" y con algunos mariachis que había en las puertas de los antros. Alguna prostituta nos quedaba mirando con desconfianza. Pasábamos el control policial de los Estados Unidos enseñando nuestras visas oliendo a licor y cigarrillo. Caminábamos nuevamente por las calles vacías de El Paso, y por inercia, quedando piernas todavía, decidíamos echar un vistazo al Maxima's.

Pero esa noche fue diferente. "Un par de tragos más para el estribo", le dije a Yuri. Pos sí, mañana es domingo, güey, y si no fuera, qué más da", respondió. Los ancianos vaqueros, gringos y chicanos, los pochos y los pachucos, como siempre estaban bailando con las ancianas vestidas y maquilladas como muchachitas, y en el pequeño estrado el eterno grupo mestizo tocando cumbias, rock and roll y corridos. No había ninguna mesa libre, y peor se encontraba la barra. Sólo una mesa estaba al parecer disponible para nosotros, en donde había una mujer sola, de unos cincuenta años tal vez, fumando un cigarrillo. Yuri se acercó para preguntarle si nos podíamos sentar con ella. Vi la expresión de afirmación de la mujer. Nos sentamos. Pedimos cervezas. Yuri se dedicó a hablar con aquella mujer que se veía muy amable. A mí me entraron ganas de bailar. En el pequeño estrado, con el grupo que tocaba, había una muchacha con un vestido ceñido y un gran escote, que bailaba, hacía coros, tocaba la pandereta y otros instrumentos pequeños, y a veces cantaba. Un poco llenita, cabello negro largo, una silueta de diosa. Yo le hacía ojitos desde la mesa y ella respondía coquetamente con una sonrisa. La invité a bailar cuando tocaron un cover de Santana y ella aceptó. Miré al resto del grupo por si alguien ponía mala cara y, felizmente, nadie me miró mal. Pero eso fue lo que creí. Mientras bailaba, ya me había parecido extraño que habiendo bebido tanto aún podía mantener la lucidez. Pero tampoco era así. En medio de esa confusión interior, Alma, así se llamaba ella, apretaba bien fuerte su cuerpo contra el mío. Sentía su perfume. Acariciaba mi mejilla con sus labios. Ya no resistí más y le di un beso, luego ella me dio otro beso. Nos quedamos besándonos un largo rato sin dejar de bailar, en eso se calla la música, se callan todos, y sólo queda un ruido bajo y helado como un zumbido. Todo fue rápido. Ni tiempo para que se me congele la sangre. Ni tiempo para dudar si era real, era producto de nuestra borrachera o qué cosa estaba sucediendo. Yuri jalándome de un brazo hacia la puerta, diciéndome "vámonos, ya la jodiste". Y yo mirando a todos, algo incrédulo, transformados en vampiros; inclusive Alma, que se había hecho a un lado, estaba convertida en vampiresa. Sí, vampiros, como esa pinche película de Tarantino, pero del otro lado, del lado gringo más bien. La toma final era vernos los dos huyendo por la puerta falsa, y en vez de las pirámides aztecas en la parte trasera del Máxima's, mismo Del crepúsculo al amanecer, ahora estaban las Torres Gemelas en ruinas.

 

Miguel Ildefonso

De: El Paso (Estruendomudo, 2005)

 

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