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El Rincón del Diablo

Novissima Verba

Novissima Verba  

 

para el gran Kawide, en la caleta de Culebras

 

 

Novissima verba, expresión con que los historiadores del planeta conocen a "las últimas palabras", y que muchos se empeñan en adjudicar a sus seres queridos a la hora de su muerte para convertirla en emblema de posteridad. El autor de la novissima verba más célebre es, qué duda cabe, Jesucristo, quien antes de dar el último respingo se permitió un par de segundos para prorrumpir el conocido: "In manus tuas, Domine, commendo spiritum deum" o, en buen cristiano: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".

 

 

De magnicidios y conjuras

 

Sin embargo, la historia siempre registró las más escalofriantes frases en la hora crucial de los magnicidios. Nunca dejó de estremecerme, por ejemplo, la resignada ironía de Flavio a su verdugo cuando este apareció en su gabinete para cumplir órdenes de Nerón: "A ver si puedes matar tan bien como yo alargar el cuello". Y no menos inquietante, el impasible desafío de Cicerón al tribuno Pompilio Lenas que llegó a asesinarlo por orden del emperador Antonio: "Acércate, veterano, muestra cómo sabes apuñalar". El estoicismo de Agripina, madre de Nerón, es igual de sorprendente; luego de desnudar su vientre con vehemencia, le pediría al centurión que había llegado para liquidarla: "¡Aquí, aquí es donde hay que herir, pues ha engendrado tal monstruo!", comprendiendo que su hijo acababa de ordenar su muerte.

La oscura y agitada historia romana es sin duda la que mayores conspiraciones registra, y a cada cual, palabras más célebres: "¿Tú también, hijo mío?", infructuosa reprimenda de Julio César a Bruto, su hijo ilegítimo con la hermosa Servilia, al ver que éste engrosaba la camarilla de conjurados para asesinarlo. Las últimas palabras de Nerón, el más insufrible de los emperadores romanos, son las del orgullo más estúpido y absurdo; creyéndose un virtuoso de la lira y de la poesía, se lamentó convencido: "¡Qué artista va a perder el mundo!". Pero Nerón no fue eliminado por manos ajenas; casi dudando de lo que hacía, él mismo se rebanó el vientre mientras oía los ágiles cascos de los caballos de sus perseguidores.

Conjuras, intrigas, complots, la historia del mundo está plagada de traidores, asesinos a sueldo y fanáticos que quisieron liberar a su pueblo o a la nobleza de gobernantes incapaces y de cortesanos incómodos. Durante el siglo XVI, Enrique III de Francia, tras recibir una puñalada mortal del dominico Jacob Clement, reaccionó horrorizado: "Malvado monje, me ha matado. ¡Que lo maten!"; pero fue el propio rey quien, en plena agonía, arrancó el cuchillo de sus entrañas para herir de muerte con la misma arma a su asesino. Por esa misma época vivió en España, Francesillo de Zúñiga, el bufón más virulento del rey Carlos V. Célebre por sus crónicas mordaces contra los cortesanos españoles, una de sus víctimas planificó y consiguió su muerte en su etapa más esplendorosa; mientras agonizaba, Pedro de Ayala, juglar como él, le encargó que una vez en el cielo intercediera por su alma; a Zúñiga no se le ocurrió mejor payasada que descubrir una mano por debajo de la manga y pedirle: "Átame un hielo al dedo meñique, no vaya a ser que se me olvide".

 

 

 Con cicuta, fusil o guillotina

 

Incongruente o no, la lista de ajusticiamientos a lo largo de los siglos es tan penosa como interminable. De hecho, la cicuta fue uno de los primeros métodos decentes que el mundo civilizado concibió para ajusticiar. La muerte por cicuta más célebre es la de Sócrates, quien, tras el proceso que le hiciera la Asamblea ateniense por corromper a la juventud con sus doctrinas, debió esperar treinta días para la consumación de su sentencia. Pero lo hizo con estoicismo, dilucidando sobre las posibilidades de una vida más allá de la muerte con amigos y parientes que llegaban todos los días a su celda. Cumplido el plazo, se despidió de su mujer y sus tres hijos, bebió el veneno, y cuando empezó a sentir sus efectos, se dirigió a uno de sus prosélitos con este sarcasmo: "Critón, debemos un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esa deuda". Años más tarde, y mientras ingería la poción letal, su verdugo le reclamó al filósofo Foción las doce dracmas que costaba el trabajito de machacar la planta venenosa. Impasible, y sintiendo a la muerte trepar dentro de él, Foción encargó a uno de sus amigos: "Dale ese dinero, ya no se puede morir gratis en Atenas". Séneca, en cambio, se mostró solemne, aunque su muerte resultó muy penosa. Facultado de elegir la forma de irse de este mundo, el filósofo romano decidió cortarse las venas; pero como se desangraba con demasiada lentitud, cambió de opinión y prefirió beber un trago de cicuta. Antes de hacerlo, brindó con orgullo y serenidad: "Ofrezco esta libación a Júpiter libertador".

La competitividad del verdugo fue otro elemento que preocupó mucho a los condenados. El ejecutor que se encargaría de ahorcar al obispo español Antonio Osorio de Acuña, le pidió perdón por el acto impío que iba a cometer; sabiéndose perdido, al obispo solo le quedó exhortar: "Te perdono si aprietas fuerte". La misma inquietud se apoderó de Ana Bolena, la segunda esposa de Enrique VIII, quien condenada a morir decapitada, apenas alcanzó a comentar camino del cadalso: "He oído decir que el verdugo no sabe bien su oficio, y tengo un cuello tan estrecho...".

Resignación, valentía, consternación e indiferencia, reacciones distintas ante un mismo final. La guillotina, prestigioso e infalible invento de muerte, fue inspiradora de las más memorables y sugerentes frases. "¡Pueblo vil, cuánto siento haberte servido!", palabras amargas del sanguinario terrorista Juan Bautista Carrier. La última voluntad del célebre Dantón, quien no pudo eludir el frenesí de Robespierre durante la Revolución Francesa, reproduce un honor ganado que la historia no puede objetarle. Antes de tumbarse sobre la báscula, el político francés le pidió a su ejecutor sin palidecer: "Enseñarás mi cabeza al pueblo, bien vale la pena". Y el verdugo cumplió. Luego de hacer su trabajo, llevó la cabeza de Dantón hasta las cuatro esquinas del cadalso mientras el gentío tributaba con lágrimas y aplausos a uno de los personajes más venerados de la época. Dos siglos antes, las palabras de María Estuardo, reina de Escocia, condenada por su prima Isabel I, fueron realmente dignas; ayudada por un cortesano a subir al patíbulo, mantuvo la honorabilidad hasta el último segundo, diciéndole: "Gracias, este será el último trabajo que os ocasiono y el más agradable servicio que me habéis prestado". Menos locuaz, la cortesana de Luis XV, madame Du Barry, dudando de la suerte que corría y mirando con escepticismo la hoja que amenazaba su cuello, apenas alcanzó a preguntarse: "¿A mí?, ¿a mí?...".

Las muertes por fusilamiento no dejan de registrar frases llenas de valor e hidalguía, como la del mariscal Ney condenado a muerte por la restauración borbónica en Francia. Con envidiable serenidad, Ney se atrevió a ordenar su propio fusilamiento: "¡Soldados, al corazón!". En cambio Murat, cuñado de Napoleón, temeroso de que alguno de sus ejecutores fallara el tiro e incapaz de imaginar su rostro destrozado por las balas, fue claro en solicitar: "¡Soldados, apuntad al corazón, no tiréis a la cara...!". Ambos fueron afortunados, porque el pelotón de fusilamiento acertó en el primer intento; sin embargo, el marino español Montes de Oca, quien luego de que el pelotón de fusilamiento le asestara tres balas en el vientre y no llegara a matarlo, aun tuvo fuerzas para precisar: "¡Qué desgracia, es necesario repetir!". ¿Y cómo interpretar la actitud del peruano Leoncio Prado en Huamachuco? Condenado a fusilamiento por el ejército chileno durante la Guerra del Pacífico, solicitó beber una taza de café antes de su muerte, los soldados chilenos dispararían a su cuerpo cuando él golpeara por tercera vez la cucharilla contra la taza. Esta señal ha sido comprendida como un intento de Prado por salvar su pellejo, pues los golpecitos de cuchara entre la logia masónica serían un desesperado recurso de absolución; infortunadamente, no hubo masón alguno entre sus ejecutores que descifrara su código secreto.

 

 

Genio y figura, hasta la sepultura

 

Alejémonos de muertes tan violentas y revisemos las ingeniosas agonías de pensadores y artistas. Una de las más originales, la del escritor francés François Rabelais, quien, sarcástico como en sus libros, alcanzó a exclamar: "¡Bajad el telón, se acabó el sainete!". Y Jean Philippe Rameau, el más grande compositor galo de la primera mitad del siglo XVIII, tuvo fuerzas para reprochar al desafinado cura que hería sus tímpanos con el salmo de extremaunción: "¡Oh, señor cura, que voz más desentonada!". Solemnes e inquisidores hasta el último minuto, más de un filósofo fue realmente ingenioso con su muerte: "¡Amigos míos, voy a dar un gran salto en la eternidad!", palabras de Tomas Hobbes ante sus colegas que lo rodeaban en su lecho de muerte. Y contraria a la creencia de que Aristóteles murió de un cólico, gran parte de historiadores asegura que se suicidó arrojándose al Euripo, un estrecho que separa la isla Eubea de las costas de Grecia, cuyo flujo y reflujo el filósofo jamás pudo explicar: "Trágueme el Euripo, ya que no puedo entenderlo", alcanzó a decir.

Hay dos versiones para las últimas palabras de Goethe, el inmortal poeta alemán. La más conocida, la célebre: "¡Más luz!", de connotaciones espirituales y filosóficas; la otra, la vertida por la señorita Seidler, amiga íntima de la familia Goethe, quien en una curiosa carta del 23 de marzo de 1823, narró que segundos antes de sucumbir, el poeta le pidió a su hijastra: "Dame tu manita rica" (¿?). He dejado para el final una de mis frases favoritas, las del escritor español Marcelino Menéndez Pelayo, a quien, víctima de una cirrosis atrófica y viendo que la parca le pisaba los talones, se le ocurrió decir: "¡Qué lástima morirse cuando me queda tanto por leer!".

En La comedia entretenida, Cervantes escribe que "el que está para morir siempre suele hablar verdades"; si esto es así, vaya pensando, mortal lector, en las palabras que dejará antes de dar el último suspiro. Piense que no solo deben ser ingeniosas, sino unas que subsistan en la posteridad como representación de su verdad. A no ser que viva con el consuelo de dejar la misma interrogante que se llevó al otro mundo el pensador francés Pierre Gassendi: "Nací sin saber por qué, he vivido sin saber cómo y muero sin saber cómo ni por qué". Usted "dirá". 

 

Ricardo Ayllón

Del libro: Baladas del Ornitorrinco (Altazor, 2005).

 

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